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Ten paciencia, pues es un texto muy largo, y tarda en cargarse. MUCHAS GRACIAS
Cierta vez alguien muy noble se tomó el trabajo de transcribir en
la red, el Libro 1 de las Confesiones de San Agustín. Como santo, Agustín me es muy
querido, pero aún más como hombre más allá del título que la iglesia decidió
otorgarle. Siempre digo que ha sido uno de los pocos que ha escrito cómo era antes de
reencontrarse con Dios. El no negó jamás su lujuria y sus bajezas, sino que al
contrario, las mostró para que sus hermanos vean que a veces el caer bajo es lo que nos
hace luego levantarnos alto.
En el Baghavad Guita (que por cierto puedes leer completo en
español en la sección Hinduísmo del portal) se dice que el hombre no busca acabadamente
a Dios hasta que no llega al fin de sus goces. Hay un punto donde ya estás tan cansado de
servir a tus deseos, y quedas tan débil, decepcionado y frustrado, que recuperas por un
segundo la cordura. Ahí es donde debes aprovechar, y volver a casa, como hizo Agustín.
Ahora puedes ver lo que sintió leyendo una parte de su libro.
Creo que es muy bello y me ha deleitado leerlo. Ver el amor con que le habla a Cristo, y
la forma en que examina su alma me regocija. Pero recuerda que es un hombre de otro tiempo
y de formación cristiana. Esto lo digo porque debes situarte en ese punto para
comprenderle mejor.
Quiero agradecerte tu participación, atención, dedicación y
ánimo al visitar estae portal espiritual. Por favor, es muy importante para todos que al
finalizar tu lectura, dejes una palabra en el foro de opinión
y espiritualidad ,ya que es la manera de nutrirnos interiormente estemos donde
estemos. Este sitio es visitado por cientos de personas de todo el mundo, y debes recordar
que cada uno de estos visitantes es tu hermano, y necesita de tus palabras.
Gracias nuevamente, y que La Luz te Ilumine por toda la eternidad.

CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN
LIBRO PRIMERO
I,1. Grandes eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande tu
poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de
tu creación; precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el
testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios. Con todo, quiere
alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le estimulas a ello,
haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está
inquieto hasta que repose en ti (quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum,
donec requiescat in te).
Dame, Señor, a conocer y entender qué es primero, si invocarte
o alabarte, o si es antes conocerte que invocarte. Mas ¿quién habrá que te invoque si
antes no te conoce? Porque, no conociéndote, fácilmente podrá invocar una cosa por
otra. ¿Acaso, más bien, no habrás de ser invocado para ser conocido? Pero ¿y como
invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán si no se les predica?
Ciertamente, alabarán al Señor los que le buscan, porque los que le buscan le hallan y
los que le hallan le alabarán. Que yo, Señor, te busque invocándote y te invoque
creyendo en ti, pues me has sido ya predicado. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que tú me
diste, que tú me inspiraste por la humanidad de tu Hijo y el ministerio de tu predicador.
II,2. Pero, ¿cómo invocaré yo a mi Dios, a mi Dios y mi
Señor?, puesto que, en efecto, cuando lo invoco, lo llamo [que venga] dentro de mí mismo
(quoniam utique in me ipsum eum vocabo, cum invocabo eum) ¿Y qué lugar hay en mí adonde
venga mi Dios a mí?, ¿a donde podría venir Dios en mí, el Dios que ha hecho el cielo y
la tierra? ¿Es verdad, Señor, que hay algo en mí que pueda abarcarte? ¿Acaso te abarca
el cielo y la tierra, que tú has creado, y dentro de los cuales me creaste también a
mí? ¿O es tal vez que, porque nada de cuanto es puede ser sin ti, te abarca todo lo que
es? Pues si yo existo efectivamente, ¿por qué pido que vengas a mí , cuando yo no
existiría si tú no estuvieses en mí? No he estado aún en el infierno, mas también
allí estás tú. Pues si descendiere a los infiernos, allí estás tú.
Nada sería yo, Dios mío, nada sería yo en absoluto si tú no
estuvieses en mí; pero, ¿no sería mejor decir que yo no existiría en modo alguno si no
estuviese en ti, de quien, por quien y en quien son todas las cosas? Así es, Señor, así
es. Pues, ¿adónde te invoco estando yo en ti, o de dónde has de venir a mí, o a que
parte del cielo y de la tierra me habré de alejar para que desde allí venga mi Dios a
mí, él, que ha dicho: Yo lleno el cielo y la tierra?
III,3. ¿Te abarcan, acaso, el cielo y la tierra por el hecho de
que los llenas? ¿O es, más bien, que los llenas y aún sobra por no poderte abrazar? ¿Y
dónde habrás de echar eso que sobra de ti, una vez lleno el cielo y la tierra? ¿Pero es
que tienes tú, acaso, necesidad de ser contenido en algún lugar, tú que contienes todas
las cosas, puesto que las que llenas las llenas conteniéndolas? Porque no son los vasos
llenos de ti los que te hacen estable, ya que, aunque se quiebren, tú no te has de
derramar; y si se dice que te derramas sobre nosotros, no es cayendo tú, sino
levantándonos a nosotros; ni es esparciéndote tú, sino recogiéndonos a nosotros. Pero
las cosas todas que llenas, ¿las llenas todas con todo tu ser o, tal vez, por no poderte
contener totalmente todas, contienen una parte de ti? ¿Y esta parte tuya la contienen
todas y al mismo tiempo o, más bien, cada una la suya, mayor las mayores y menor las
menores? Pero ¿es que hay en ti alguna parte mayor y alguna menor? ¿Acaso no estás todo
en todas partes, sin que haya cosa alguna que te contenga totalmente?
IV,4. Pues ¿qué es entonces mi Dios? ¿Qué, repito, sino el
Señor Dios? ¿Y qué Señor hay fuera del Señor o qué Dios fuera de nuestro Dios? Sumo,
óptimo, poderosísimo, omnipotensísimo, misericordiosísimo y justísimo; secretísimo y
presentísimo, hermosísimo y fortísimo, estable e incomprensible, inmutable, mudando
todas las cosas; nunca nuevo y nunca viejo; renuevas todas las cosas y conduces a la vejez
a los soberbios, y no lo saben; siempre obrando y siempre en reposo; siempre recogiendo y
nunca necesitado; siempre sosteniendo, llenando y protegiendo; siempre creando, nutriendo
y perfeccionando; siempre buscando y nunca falto de nada. Amas y no sientes pasión;
tienes celos y estás seguro; te arrepientes y no sientes dolor; te aíras y estás
tranquilo; cambias de acciones, pero no de plan; recibes lo que encuentras y nunca has
perdido nada; nunca estás pobre y te gozas con las ganancias; no eres avaro y exiges
intereses. Te ofrecemos de más para hacerte nuestro deudor; pero ¿quién es el que tiene
algo que no sea tuyo? Pagas deudas sin deber nada a nadie y perdonando deudas, sin perder
nada con ello? ¿Y qué es cuanto hemos dicho, Dios mío, vida mía, dulzura mía santa, o
qué es lo que puede decir alguien cuando habla de ti? (aut quid dicit aliquis, cum de te
dicit?) Al contrario, ¡ay de los que se callan acerca de ti!, porque no son más que
mudos charlatanes.
V,5. ¿Quién me concederá descansar en ti? ¿Quién me
concederá que, vengas a mi corazón y le embriagues, para que olvide mis maldades y me
abrace contigo, único bien mío? ¿Qué es lo que eres para mí? Apiádate de mí para
que te lo pueda decir. ¿Y qué soy yo para ti, para que me mandes que te ame y si no lo
hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya pequeña la
misma miseria de no amarte? ¡Ay de mí! Dime, por tus misericordias, Señor y Dios mío,
qué eres para mí. Di a mi alma: «Yo soy tu salvación». Que yo corra tras esta voz y
te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y para que lo
vea.
6. Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea
ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo
confieso y lo sé; pero ¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti: De los
pecados ocultos líbrame, Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo? Creo, por eso
hablo. Tú lo sabes, Señor. ¿Acaso no he confesado ante ti mis delitos contra mí, ¡oh
Dios mío!, y tú has remitido la impiedad de mi corazón? No quiero contender en juicio
contigo, que eres la Verdad, y no quiero engañarme a mí mismo, para que no se engañe a
sí misma mi iniquidad. No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a las
iniquidades, Señor, ¿quién, Señor, subsistirá?
VI,7. Con todo, permíteme que hable en presencia de tu
misericordia, a mí, tierra y ceniza; permíteme que hable, porque es a tu misericordia,
no al hombre, que se ríe de mí, a quien hablo. Tal vez también tú te reirás de mí;
mas vuelto hacia mi, tendrás compasión de mí.
Y ¿qué es lo que quiero decirte, Señor, sino que no sé de
dónde he venido aquí, me refiero a esta vida mortal o muerte vital? No lo sé. Mas me
recibieron los consuelos de tus misericordias según he oído a mis padres carnales, del
cual y en la cual me formaste en el tiempo, pues yo de mí nada recuerdo. Me recibieron,
digo, los consuelos de la leche humana, de la que ni mi madre ni mis nodrizas se llenaban
los pechos, sino que eras tú quien, por medio de ellas, me dabas el alimento aquel de la
infancia, según tu ordenación y los tesoros dispuestos por ti hasta en el fondo mismo de
las cosas.
Tuyo era también el que yo no quisiera más de lo que me dabas
y que mis nodrizas quisieran darme lo que tú les dabas, pues era ordenado el afecto con
que querían darme aquello de que abundaban en ti, ya que era un bien para ellas el
recibir yo aquel bien mío de ellas, aunque, realmente, no era de ellas sino tuyo por
medio de ellas, porque de ti proceden, ciertamente, todos los bienes, ¡oh Dios!, y de ti,
Dios mío, proviene toda mi salud.
Todo esto lo conocí más tarde, cuando me diste voces por medio
de los mismos bienes que me concedías interior y exteriormente. Porque entonces lo único
que sabía era mamar, aquietarme con los halagos, llorar las molestias de mi carne y nada
más.
8. Después empecé también a reír, primero durmiendo, luego
despierto. Esto han dicho de mí, y lo creo, porque así lo vemos también en otros
niños; pues yo, de estas cosas mías, no tengo el menor recuerdo.
Poco a poco comencé a darme cuenta dónde estaba y a querer dar
a conocer mis deseos a quienes me los podían satisfacer, aunque realmente no podía,
porque aquéllos estaban dentro y éstos fuera, y por ningún sentido podían entrar en mi
alma. Así que agitaba los miembros y daba voces, signos semejantes a mis deseos, los
pocos que podía y cómo podía, aunque verdaderamente no se les asemejaban. Mas si no era
complacido, bien porque no me habían entendido, bien porque me era dañino, me indignaba:
con los mayores, porque no se me sometían, y con los libres, por no querer ser mis
esclavos, y de unos y otros me vengaba con llorar. Tales he conocido que son los niños
que yo he podido observar; y que yo fuera tal, más me lo han dado ellos a entender sin
saberlo que no los que criaron sabiéndolo.
9. Mas he aquí que mi infancia hace tiempo que murió, no
obstante que yo vivo. Mas dime, Señor, tú que siempre vives y nada muere en ti -porque
antes del comienzo de los siglos y antes de todo lo que tiene «antes», existes tú, y
eres Dios y Señor de todas las cosas, y se hallan en ti las causas de todo lo que es
inestable, y permanecen los principios inmutables de todo lo que cambia, y viven las
razones sempiternas de todo lo temporal-, dime a mí, que te lo suplico, ¡oh Dios mío!,
di, misericordioso, a este mísero tuyo; dime, ¿acaso mi infancia vino después de otra
edad mía ya muerta? ¿Será ésta aquella que llevé en el vientre de mi madre? Porque
también de ésta se me han hecho algunas indicaciones y yo mismo he visto mujeres
embarazadas.
Y antes de esto, dulzura mía y Dios mío, ¿qué? ¿Fui yo algo
en alguna parte? Dímelo, porque no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni mi madre, ni
la experiencia de otros, ni mi memoria. ¿Acaso te ríes de mí porque deseo saber estas
cosas y me mandas que te alabe y te confiese por aquello que he conocido de ti?
10. Te confieso, Señor de cielos y tierra, alabándote por mis
comienzos y mi infancia, de los que no tengo memoria, mas que concediste al hombre
conjeturar de sí por otros y que creyese muchas cosas, aun por la simple autoridad de
mujercillas. Porque al menos era entonces, vivía, y ya al fin de la infancia buscaba con
qué dar a los demás a conocer las cosas que yo sentía.
¿De dónde podía venir, en efecto, tal ser viviente, sino de
ti, Señor? ¿Acaso hay algún artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay algún otro
conducto por donde corra a nosotros el ser y el vivir, fuera del que tú causas en
nosotros, Señor, en quien el ser y el vivir no son cosa distinta, porque eres el sumo Ser
y el sumo Vivir? Sumo eres, en efecto, y no te mudas, ni camina por ti el día de hoy, no
obstante que por ti camine, puesto que en ti están, ciertamente, todas estas cosas, y no
tendrían camino por donde pasar si tú no las contuvieras. Y porque tus años no mueren,
tus años son un constante «hoy». ¡Oh, cuántos días nuestros y de nuestros padres han
pasado ya por este tu Hoy y han recibido de él su medida y de alguna manera han existido,
y cuántos pasarán aún y recibirán su medida y existirán de alguna manera! Mas tú
eres uno mismo y todas las cosas del mañana y más allá, y todas las cosas de ayer y
más atrás, en ese Hoy las haces y en ese Hoy las has hecho.
¿Qué importa que alguien no entienda estas cosas? Que éste de
todos modos se goce diciendo: ¿Qué es esto? Que éste se goce aun así y desee más
hallarte no indagando que indagando no hallarte.
VII,11. Escúchame, ¡oh Dios! ¡Ay de los pecados de los
hombres! Y esto lo dice un hombre, y tú te compadeces de él por haberlo hecho, aunque no
el pecado que hay en él.
¿Quién me recordará el pecado de mi infancia, ya que nadie
está delante de ti limpio de pecado, ni aun el niño cuya vida es de un solo día sobre
la tierra? ¿Quién me lo recordará? ¿Acaso cualquier pequeñito o párvulo de hoy, en
quien veo lo que no recuerdo de mí? ¿Y qué era en lo que yo entonces pecaba? ¿Acaso en
desear con ansia el pecho llorando? Porque si ahora hiciera yo esto, no con el pecho, sino
con la comida propia de mis años, deseándola con tal ansia, justamente se reirían de
mí y sería reprendido. Luego, eran dignas de reprensión las cosas que yo hacía
entonces; mas como no podía entender a quien me reprendiera, ni la costumbre ni la razón
aguantaban que se me reprendiese. La prueba de ello es que, según vamos creciendo,
extirpamos y arrojamos estas cosas de nosotros, y jamás he visto a un hombre cuerdo que
al tratar de limpiar una cosa arroje lo bueno de ella.
¿Acaso, aun para aquel tiempo, era bueno pedir llorando lo que
no se podía conceder sin daño, indignarse amargamente las personas libres que no se
sometían y aun con las mayores y hasta con mis propios progenitores y con muchísimos
otros, que, más prudentes, no accedían a las señales de mis caprichos, esforzándome
yo, por hacerles daño con mis golpes, en cuanto podía por no obedecer a mis órdenes, a
las que hubiera sido pernicioso obedecer? ¿De aquí se sigue que lo que es inocente en
los niños es la debilidad de los miembros infantiles, no el alma de los mismos?
Yo vi yo y experimenté cierta vez a un niño envidioso.
Todavía no hablaba y ya miraba pálido y con cara amargada a otro niño compañero de
leche suyo. ¿Quién hay que ignore esto? Dicen que las madres y nodrizas pueden conjurar
estas cosas con no qué remedios. Yo no sé que se pueda tener por inocencia no aguantar
al compañero en la fuente de leche que mana copiosa y abundante, al [compañero] que
está necesitadísimo del mismo socorro y que con sólo aquel alimento sostiene la vida.
Sin embargo se toleran indulgentemente estas faltas, no porque sean nulas o pequeñas,
sino porque se espera que con el tiempo han de desaparecer. Por lo cual, aunque lo
apruebes, si tales cosas las hallamos en alguno entrado en años, apenas si las podemos
llevar con paciencia.
XI,17. Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida eterna,
que nos está prometida por la humildad de nuestro Señor Dios, que descendió hasta
nuestra soberbia; y fui marcado con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal desde
el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti.
Tú viste, Señor, cómo cierto día, siendo aún niño, fui
presa repentinamente de un dolor de estómago que me abrasaba y me puso en trance de
muerte. Tú viste también, Dios mío, pues eras ya mi guarda, con qué fervor de
espíritu y con qué fe solicité de la piedad de mi madre y de la madre de todos
nosotros, tu Iglesia el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Se turbó mi madre
carnal, porque me daba a luz con más amor en su casto corazón en tu fe para la vida
eterna; y ya había cuidado, presurosa, de que se me iniciase y purificase con los
sacramentos de la salud, confesándote, ¡oh mi Señor Jesús!, para la remisión de mis
pecados, cuando he aquí que de repente comencé a mejorar. En vista de ello, se difirió,
mi purificación, juzgando que sería imposible que, si vivía, no me volviese a manchar y
que el reato de los delitos cometidos después del bautismo es mucho mayor y más
peligroso.
Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa,
excepto sólo mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la
piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía. Porque mi madre
cuidaba solicita de que tú, Dios mío, fueses padre para mí, más que aquél. En eso tú
la ayudabas a triunfar sobre él, a quien servía, no obstante ser ella mejor, porque en
ello te servía a ti, que así lo tienes mandado.
18. Mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú gustas
también de ello, por qué razón se difirió entonces el que fuera yo bautizado; si fuera
para mi bien el que aflojaran, por decirlo así, las riendas del pecar o si no me las
aflojaron. ¿De dónde nace ahora el que de unos y de otros llegue a nuestros oídos de
todas partes: «Déjenle que haga lo que quiera; que todavía no está bautizado»; sin
embargo, que no digamos de la salud del cuerpo: «Dejadle; que reciba aún más heridas,
que todavía no está sano»?
¡Cuánto mejor me hubiera sido recibir pronto la salud y que
mis cuidados y los de los míos se hubieran empleado en poner sobre seguro bajo tu tutela
la salud recibida de mi alma, que tú me hubieses dado!
XIII,20. ¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras
griegas, en las que siendo niño era imbuido? No lo sé; y ni aun ahora mismo lo tengo
bien claro. En cambio, las latinas me gustaban con pasión, no las que enseñan los
maestros de primaria, sino las que explican los llamados gramáticos; porque aquellas
primeras, en las que se aprende a leer, a escribir y a contar, no me fueron menos pesadas
y enojosas que las letras griegas. ¿Mas de dónde podía venir aun esto sino del pecado y
de la vanidad de la vida, por ser carne y viento que camina y no vuelve?
Porque sin duda que aquellas letras primeras, por cuyo medio
podía llegar, como de hecho ahora puedo, a leer cuanto hay escrito y a escribir lo que
quiero, eran mejores, por ser más útiles, que aquellas otras en que se me obligaba a
retener los errores de no sé qué Eneas, olvidado de mis errores, y a que llorara a Dido
muerta, que se suicidó por amores, en circunstancias que mientras tanto, yo mismo
muriendo a ti en aquellos [amores], con ojos débiles, toleraba mi extrema miseria.
XV,24. Escucha, Señor, mi oración, a fin de que no desfallezca
mi alma bajo tu disciplina ni me canse en confesar tus misericordias, con las cuales me
sacaste de mis pésimos caminos, para serme más dulce que todas las dulzuras que seguí,
y así te ame fortísimamente, y estreche tu mano con todo mi corazón, y me libres de
toda tentación hasta el fin. He aquí, Señor, que tú eres mi rey y mi Dios; ponga a tu
servicio todo lo útil que aprendí de niño y para tu servicio sea cuanto hablo, escribo,
leo y cuento, pues cuando aprendí aquellas vanidades, tú eras el que me dabas la
verdadera ciencia, y me has perdonado ya los pecados de deleite cometidos en tales
vanidades. Muchas palabras útiles aprendí en ellas, es verdad; pero también se pueden
aprender en las cosas que no son vanas, y éste es el camino seguro por el que debían
caminar lo niños.
XVIII,28. Pero ¿qué milagro que yo me dejara arrastrar de las
vanidades y me alejara de ti, Dios mío, cuando me proponían como modelos que imitar a
unos hombres que si, al contar alguna de sus acciones no malas, si lo exponían con algún
barbarismo o solecismo, eran reprendidos y se llenaban de confusión; en cambio, cuando
narraban sus deshonestidades con palabras castizas y apropiadas, de modo elocuente y
elegante, eran alabados y se hinchaban de gloria?
Tú ves, Señor, estas cosas y callas longánime, lleno de
misericordia, y veraz. Pero ¿callarás para siempre? Pues saca ahora de este espantoso
abismo al alma que te busca, y tiene sed de tus deleites, y te dice de corazón: Busqué,
Señor, tu rostro; tu rostro, Señor, buscaré, pues está lejos de tu rostro quien anda
en pasiones tenebrosas, porque no es con los pies del cuerpo ni recorriendo distancias
como nos acercamos o alejamos de ti. ¿Acaso aquel tu hijo menor buscó caballos, o
carros, o naves, o voló con alas visibles, o hubo de mover las rodillas para irse a
aquella región lejana donde disipó lo que le habías dado, oh padre dulce en dárselo y
más dulce aún en recibirle andrajoso? Así, pues, estar en afecto libidinoso es lo mismo
que estarlo en tenebroso y lo mismo que estar lejos de tu rostro.
29. Mira, Señor, Dios mío, y mira paciente, como sueles mirar,
de qué modo los hijos de los hombres guardan con diligencia los preceptos sobre las
letras y las sílabas recibidos de los primeros que hablaron y, en cambio, descuidan los
preceptos eternos de salvación perpetua recibidos de ti; de tal modo que si alguno de los
que saben o enseñan las reglas antiguas sobre los sonidos pronunciase, contra las leyes
gramaticales, la palabra horno sin aspirar la primera letra, desagradaría más a los
hombres que si, contra tus preceptos, odiase a otro hombre siendo hombre.
Como si el hombre pudiese tener enemigo más pernicioso que el
mismo odio con que se irrita contra él o pudiera causar a otro mayor estrago
persiguiéndole que el que causa a su corazón odiando! Y ciertamente que no nos es tan
interior la ciencia de las letras como la conciencia que manda no hacer a otro lo que uno
no quiere sufrir.
¡Oh, cuán secreto eres tú!, que, habitando silencioso en los
cielos, único Dios grande, esparces infatigable, conforme a ley, cegueras vengadoras
sobre las concupiscencias ilícitas, cuando el hombre, anheloso de fama de elocuente,
persiguiendo a su enemigo con odio feroz ante un juez rodeado de gran multitud de hombres,
se guarda muchísimo de que por un lapsus linguae no se le escape un inter hominibus y no
le importa nada que con el furor de su odio le quite de entre los hombres.
XX,31. Con todo, Señor, gracias te sean dadas a ti,
excelentísimo y óptimo Creador y Gobernador del universo, Dios nuestro, aunque te
hubieses contentado con hacerme sólo niño. Porque, aun entonces, existía, vivía,
sentía y tenía cuidado de mi integridad, vestigio de tu secretísima unidad, por la cual
existía.
Guardaba también con el sentido interior la integridad de los
otros mis sentidos y me deleitaba con la verdad en los pequeños pensamientos que formaba
sobre cosas pequeñas. No quería me engañasen, tenía buena memoria y me iba instruyendo
con la conversación. Me deleitaba la amistad, huía del dolor, de la abyección y de la
ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como éste que no sea digno de admiración y
alabanza? Pues todas estas cosas son dones de mi Dios, que yo no me los he dado a mí
mismo. Y todos son buenos y yo soy todos ellos.
Bueno es el que me hizo y aun él es mi bien; a él quiero
ensalzar por todos estos bienes que integraban mi ser de niño. En lo que pecaba yo
entonces era en buscar en mí mismo y en las demás criaturas, no en él, los deleites,
grandezas y verdades, por lo que caía luego en dolores, confusiones y errores.
Gracias a ti, dulzura mía, gloria mía, esperanza mia y Dios
mío, gracias a ti por tus dones; pero guárdamelos tú para mí. Así me guardarás
también a mí y se aumentarán y perfeccionarán los que me diste, y yo estaré contigo,
porque tú me concediste que existiera.
LIBRO SEGUNDO
I,1. Quiero recordar mis pasadas fealdades y las corrupciones
carnales de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti, Dios mío. Por amor de tu
amor hago esto (amore amoris tui facio istuc), recorriendo con la memoria, llena de
amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú me seas dulce, dulzura sin
engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido
en partes cuando, apartado de la unidad, que eres tú, me desvanecí en muchas cosas.
Porque hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos
de hartarme de las cosas más bajas, y osé oscurecerme con, varios y sombríos amores, y
se marchitó mi hermosura, y me volví podredumbre ante tus ojos por agradarme a mí y
desear agradar a los ojos de los hombres.
II,4. Pero yo, miserable, habiéndote abandonado, me convertí
en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y traspasé todos tus preceptos,
aunque no evadí tus castigos; y ¿quién lo logró de los mortales? Porque tú siempre
estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y rociando con amarguísimas
contrariedades todos mis goces ilícitos para que buscara así el gozo sin contrariedades
y, cuando yo lo hallara, en modo alguno lo hallara fuera de ti, Señor; fuera de ti, que
provocas el dolor para educar, y hieres para sanar, y nos das muerte para que no muramos
sin ti.
Pero ¿dónde estaba yo? ¡Oh, y qué lejos, desterrado de las
delicias de tu casa en aquel año décimosexto de la edad de mi carne, cuando la locura de
la libídine, permitida por la desvergüenza humana, pero ilícita según tus leyes, tomó
el bastón de mando sobre mí y yo rendí totalmente a ella! Ni aun los míos se cuidaron
de recogerme en el matrimonio al verme caer en ella; su cuidado fue sólo de que
aprendiera a componer discursos magníficos y a persuadir con la palabra.
III,5. En este mismo año se interrumpieron mis estudios, cuando
estaba de regreso en Madaura, ciudad vecina, a la que había ido a estudiar literatura y
oratoria, en tanto que se hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a
Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la abundancia de sus bienes,
pues era un vecino muy modesto de Tagaste.
Pero ¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío,
sino en tu presencia cuento estas cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera
que sea la parte de él que pueda tropezar con este mi escrito. ¿Y para qué hago esto?
Para que yo y quien lo leyere pensemos desde qué abismo tan profundo hemos de clamar a
ti. ¿Y qué cosa más cerca de tus oídos que el corazón que te confiesa y la vida que
procede de la fe?
¿Quién había entonces que no colmase de alabanza a mi padre,
quien, yendo más allá de sus haberes familiares, gastaba con el hijo cuanto era
necesario para un tan largo viaje por razón de sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y
mucho más ricos que él, no se ocupaban tanto de sus hijos.
Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que
yo creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque mejor
dijera desierto, por carecer de tu cultivo (dummodo essem disertus vel desertus potius a
cultura tua), ¡oh Dios!, que eres el único, verdadero y buen Señor de tu campo: mi
corazón.
6. Pero en aquel décimosexto año se impuso un descanso por la
falta de recursos familiares y, libre de escuela, comencé vivir con mis padres. Se
elevaron entonces sobre mi cabeza las zarzas de mis pasiones, sin que hubiera mano que me
las arrancara. Al contrario, cuando cierto día, en los baños públicos, ese padre me
vió que llegaba a la pubertad y que estaba revestido de una inquieta adolescencia, como
si se gozara ya pensando en los nietos, se fue alegre a contárselo a mi madre; alegre por
la embriaguez con que el mundo se olvida de ti, su Creador, y ama en tu lugar a la
criatura, y que nace del vino invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las
cosas de abajo.
Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el
corazón de mi madre tu templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era
más que catecúmeno, y esto desde hacía poco. De aquí que ella se sobresaltara con un
santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano, temió que siguiese las
torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no el rostro.
7. ¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba
alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de
ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos,
aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?
Ella quería y recuerdo que me lo amonestó en secreto con
grandísima solicitud que no fornicase y, sobre todo, que no cometiese adulterio con
una mujer casada. Pero estas reconvenciones me parecían mujeriles, a las que me hubiera
avergonzado obedecer. Mas en realidad eran tuyas, aunque yo no lo sabía, y por eso creía
que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado por mí en ella;
por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su
medio.
Pero yo no lo sabía, y me precipitabas con tanta ceguera que me
avergonzaba entre mis coetáneos de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía
jactarse de sus maldades y gloriarse tanto cuanto más indecentes eran, agradando hacerlas
no solo por el deleite de las mismas, sino también por ser alabado. ¿Qué cosa hay más
digna de reproche que el vicio? Y, sin embargo, por no ser reprochado me hacía más
vicioso, y cuando no había hecho nada que me igualase con los más perdidos, fingía
haber hecho lo que no había hecho, para no parecer más despreciable, por el hecho de ser
más inocente; ni ser tenido por más vil, por el hecho de ser más casto.
IV,9. Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de
tal modo escrita en el corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar.
¿Qué ladrón hay que tolere con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera esto al
que es empujado por la pobreza. Y yo quise cometer un hurto y lo cometí, no forzado por
la pobreza, sino por penuria y fastidio de justicia y por abundancia de iniquidad. Pues
robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el gozar de aquello lo que yo
apetecía en el hurto, sino el hurto y el pecado mismo.
Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de
peras, que ni por el aspecto ni por el sabor tenían nada de tentadoras. Unos cuantos
jóvenes viciosos nos encaminamos a él, a hora intempestiva de la noche pues hasta
entonces habíamos estado jugando en las eras, según nuestra mala costumbre, con
ánimo de sacudirle y cosecharle. Y llevamos de él grandes cargas, no para saciarnos,
sino más bien para tener que echárselas a los puercos, aunque algunas comimos, siendo
nuestro deleite hacer aquello que nos placía por el hecho mismo de que nos estaba
prohibido.
He aquí, Señor, mi corazón; he aquí mi corazón, del cual
tuviste misericordia cuando estaba en lo profundo del abismo. Que este mi corazón te diga
qué era lo que allí buscaba para ser malo gratuitamente y que mi maldad no tuviese más
causa que la maldad. Fea era, y yo la amé; amé el perecer, amé mi defecto, no aquello
por lo que faltaba, sino mi mismo defecto. Torpe alma mía, que saltando fuera de tu base
ibas al exterminio, no buscando algo por medio de la ignominia, sino la ignominia misma.
VI,13. Porque la soberanía imita la altura, mas tú eres
el único que estás sobre todas las cosas, ¡oh Dios excelso! Y la ambición, ¿qué
busca, sino honores y gloria, siendo tú el único sobre todas las cosas digno de ser
honrado y glorificado eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser temida; pero
¿quién ha de ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie, en ningún tiempo, ni
lugar, ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las caricias de los desenfrenados
buscan ser amadas; pero nada hay más cariñoso que tu caridad, ni que se ame con mayor
provecho que tu verdad, sobre todas las cosas hermosa y resplandeciente. La curiosidad
parece tratar de alcanzar el cultivo de la ciencia, siendo tú quien conoce en sumo grado
todas las cosas. Hasta la misma ignorancia y la estupidez se cubren con el nombre de
sencillez e inocencia, porque no hallan nada más sencillo que tú; ¿y qué más inocente
que tú, que aun el daño que reciben los malos les viene de sus malas obras? La flojera
desea hacerse pasar por descanso; pero ¿qué descanso cierto hay fuera del Señor? El
lujo desea ser llamado saciedad y abundancia; pero tú solo eres la plenitud y la
abundancia indeficiente de eterna suavidad. El derroche se oculta bajo el aspecto de
generosidad; pero sólo tú eres el verdadero y generosísimo dador de todos los bienes.
La avaricia quiere poseer muchas cosas; pero tú solo las posees todas. La envidia compite
por la excelencia; pero ¿qué hay más excelente que tú? La ira busca la venganza; ¿y
qué venganza más justa que la tuya? El temor se espanta de las cosas repentinas e
insólitas, contrarias a lo que uno ama y desea tener seguro; mas ¿qué en ti de nuevo o
repentino?, ¿quién hay que te arrebate lo que amas? y ¿en dónde sino en ti se
encuentra la firme seguridad? La tristeza se abate con las cosas perdidas, con que solía
gozarse la codicia, y no quisiera se le quitase nada, como nada se te puede quitar a ti.
14. Así es como fornica el alma: cuando se aparta de ti, busca
fuera de ti lo que no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Torcidamente
te imitan todos los que se alejan y alzan contra ti. Pero aun imitándote así indican que
tú eres el Creador de toda criatura y, por tanto, que no hay lugar adonde uno se aparte
de modo absoluto de ti.
Pues ¿qué fue entonces lo que yo amé en aquel huerto o en
qué imité, siquiera viciosa y torcidamente, a mi Señor? ¿Acaso fue el deleitarme
actuando engañosamente contra la ley, realizando impunemente lo que estaba prohibido,
para que yo, cautivo de una libertad defectuosa, imitara una imagen oscurecida de tu
omnipotencia, ya que que no podía con mi poder?
He aquí al siervo que, huyendo de su señor, consiguió la
sombra. ¡Oh podredumbre! ¡Oh monstruo de la vida y abismo de la muerte! ¿Es posible que
me fuera grato lo que no me era lícito, y no por otra cosa sino porque no me era lícito?
VII,15. ¿Qué daré en retorno al Señor por poder
recordar mi memoria todas estas cosas sin que tiemble ya mi alma por ellas?
Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por
haberme perdonado tantas y tan nefastas acciones mías. A tu gracia y misericordia debo
que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados
realmente no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen?
Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos
voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor. ¿Quién hay de los hombres que,
conociendo su debilidad, atribuya a sus fuerzas su castidad y su inocencia, para por ello
amarte menos, como si hubiera necesitado menos de tu misericordia, por la que perdonas los
pecados a los que se convierten a ti?
Que aquel, pues, que, llamado por ti, siguió tu voz y evitó
todas estas cosas que lee de mí, y yo recuerdo y confieso, no se ría de mí por haber
sido sanado estando enfermo por el mismo médico que le preservó a él de caer enfermo; o
más bien, de que no enfermara tanto. Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo;
porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves enfermedades, ése mismo le
libró a él de caer en ellas.
X,18. (...) Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios
mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para
mí región de indigencia.
LIBRO TERCERO
I,1. Llegué a Cartago, y por todas partes chisporroteaba en
torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no amaba, pero amaba amar y con
secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Buscaba qué amar
amando amar y odiaba la seguridad y la senda sin peligros, porque tenía dentro de mí
hambre del alimento interior, de ti mismo, ¡oh Dios mío!, aunque esta hambre yo no la
sentía; más bien estaba sin apetito alguno de los alimentos incorruptibles, no porque
estuviera lleno de ellos, sino porque, cuanto más vacío, tanto más hastiado me sentía.
Y por eso mi alma no se hallaba bien, y, herida, se arrojaba fuera de sí, ávida de
restregarse miserablemente con el contacto de las cosas sensibles, las cuales, si no
tuvieran alma, no serían ciertamente dignas de amor.
Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si
podía gozar del cuerpo de la persona amada. De este modo manchaba la fuente de la amistad
con las inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su claridad con los infernales
vapores de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto, deseaba con afán, rebosante de
vanidad, pasar por elegante y cortés.
Caí también en el amor en que deseaba ser cogido. Pero, ¡oh
Dios mío, misericordia mía, con cuánta amargura no rociaste aquella mi suavidad y cuán
bueno fuiste en ello! Porque al fin fui amado, y llegué secretamente al vínculo del
placer, y me dejé amarrar alegre con molestas ataduras, para ser luego azotado con las
varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.
III,6. Aquellos estudios que se llaman honestos tenían por
objetivo las contiendas del foro, para hacer sobresalir en ellas, en las que, entre más
se engaña, más se es alabado. ¡Tanta es la ceguera de los hombres, que hasta de, su
misma ceguera se glorían! Y ya había llegado a ser «el mayor» de la escuela de
retórica y me gozaba de ello soberbiamente y me hinchaban de orgullo.
Con todo, tú sabes, Señor, que era mucho más calmado que los
demás y totalmente ajeno a las perversiones de los trastornados nombre siniestro y
diabólico que ha logrado convertirse en distintivo de urbanidad, y entre los cuales
vivía con impúdicop pudor, por no como ser uno de ellos. Es verdad que andaba con ellos
y me gozaba a veces con sus amistades, pero siempre aborrecí sus hechos, esto es, las
revueltas con que impúdicamente sorprendían y ridiculizaban la candidez de los novatos,
sin otro fin que el de tener el gusto de burlarles y apacentar a costa ajena sus
malévolas alegrías. Nada hay más parecido que este hecho a los hechos de los demonios,
por lo que ningún nombre les cuadra mejor que el de trastornados o perversores, por ser
ellos antes trastornados y pervertidos totalmente por los espíritus malignos, que así
los burlan y engañan, sin saberlo, en aquello mismo en que desean reírse y engañar a
los demás.
IV,7. Entonces, en tan fragil edad, entre estos tales, yo
estudiaba los libros de la elocuencia, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable
y vano de satisfacer la vanidad humana. Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de
tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo lenguaje casi todos
admiran, aunque no así su contenido. Este libro contiene una exhortación suya a la
filosofía, y se llama el Hortensio. Tal libro cambio mis afectos y mudó hacia ti,
Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a
mis ojos vil toda esperanza vana, y con el increíble ardor de mi corazón suspiraba por
la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti. Porque no era
para suplir el estilo que es lo que parecía que yo debía comprar con los dineros
de mi madre en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos que había muerto mi
padre; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura de
aquel libro, ni era la elocuencia lo que a ella me incitaba, sino lo que decía.
8. ¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar
el vuelo desde las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas
en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en
griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas. No han faltado
quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y encubriendo sus errores
con nombre tan grande, tan dulce y honesto. Mas casi todos los que en su tiempo y en
épocas anteriores hicieron tal están indicados y descubiertos en dicho libro. También
se pone allí de manifiesto aquel saludable aviso de tu Espíritu, dado por medio de tu
siervo bueno y piadoso [Pablo]: Ved que no os engañe nadie con vanas filosofías y
argucias seductoras, según la tradición de los hombres, según la tradición de los
elementos de este mundo y no según Cristo, porque en él habita corporalmente toda la
plenitud de la divinidad.
Mas entonces tú lo sabes bien, luz de mi corazón,
como aún no conocía yo el consejo de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella
exhortación que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr,
retener y abrazar fuertemente no esta o aquella escuela, sino la Sabiduría misma,
dondequiera estuviese. Sólo una cosa enfriaba tan gran incendio, y era el no ver allí
escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador, tu
Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo
conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este
nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo.
V,9. En vista de ello decidí aplicar mi ánimo a las Santas
Escrituras y ver qué tal eran. Mas he aquí que veo algo no hecho para los soberbios ni
clara para los pequeños, sino en la entrada baja y sublime en su interior y velada por
los misterios, y yo no era tal que pudiera entrar por ella o agachar la cabeza a su
ingreso. Sin embargo, al fijar la atención en ellas, no pensé entonces lo que ahora
digo, sino simplemente me parecieron indignas de parangonarse con la majestad de los
escritos de Tulio. Mi hinchazón rechazaba su estilo y mi mente no penetraba su interior.
Con todo, ellas eran tales que habían de crecer con los pequeños; mas yo me negaba a ser
pequeño e, hinchado de soberbia, me creía grande.
VI,10. De este modo vine a dar con unos hombres delirantes de
soberbia, carnales y charlatanes, en cuya boca hay lazos diabólicos y una mezcla viscosa
hecha con las sílabas de tu nombre, del de nuestro Señor Jesucristo y del de nuestro
Paráclito y Consolador, el Espíritu Santo. Estos nombres no se apartaban de sus bocas,
pero sólo en el sonido y ruido de la boca, pues en lo demás su corazón estaba vacío de
toda verdad.
Decían: «¡Verdad! ¡Verdad!», y me lo decían muchas veces,
pero jamás se hallaba en ellos; más bien decían muchas cosas falsas, no sólo de ti,
que eres veraderamente la Verdad, sino también de los elementos de este mundo, creación
tuya, a partir de los que debí sobrepasar incluso lo verdadero que dicen los filósofos,
por amor a ti, ¡oh Padre mío sumamente bueno y hermosura de todas las hermosuras!
¡Oh verdad, verdad!, cuán íntimamente suspiraba entonces por
ti desde las médulas de mi alma, cuando aquéllos te hacían resonar en torno mío
frecuentemente y de muchos modos, si bien sólo de palabras y en sus muchos y voluminosos
libros. Estos eran las bandejas en las que, estando yo hambriento de ti, me servían en tu
lugar el sol y la luna, obras tuyas hermosas, pero al fin obras tuyas, no tú mismo, y ni
aun siquiera de las principales. Porque más excelentes son tus obras espirituales que
estas corporales, aunque luminosas y celestes. Pero yo tenía hambre y sed no de aquellas
primeras, sino de ti misma, ¡oh Verdad, en quien no hay mudanza alguna ni obscuridad
momentánea!
Y continuaban aquéllos sirviéndome en dichas bandejas
espléndidos fantasmas, respecto de los cuales hubiera sido mejor amar este sol, al menos
verdadero a la vista, que no aquellas falsedades que por los ojos del cuerpo engañaban al
alma.
Mas como las tomaba por ti, comía de ellas, no ciertamente con
avidez, porque no me sabían a ti que no eras aquellos vanos fantasmas ni me
nutría con ellas, más bien me sentía cada vez más extenuado. Y es que el alimento que
se toma en sueños, no obstante ser muy semejante al que se toma despierto, no alimenta a
los que duermen, porque están dormidos. Pero aquéllos no eran semejantes a ti en ningún
aspecto, como ahora me lo ha manifestado la verdad, porque eran fantasmas corpóreos o
falsos cuerpos, en cuya comparación son más ciertos estos cuerpos verdaderos que vemos
con los ojos de la carne sean celestes o terrenos tal como las bestias y aves.
Vemos estas cosas y son más ciertas que cuando las imaginamos,
y a su vez, cuando las imaginamos, más ciertas que cuando por medio de ellas conjeturamos
otras mayores e infinitas, que en modo alguno existen. Con tales quimeras yo me apacentaba
entonces y por eso no me nutría. Mas tú, amor mío, en quien desfallezco para ser
fuerte, ni eres estos cuerpos que vemos, aunque sea en el cielo, ni los otros que no vemos
allí, porque tú eres el Creador de todos éstos, sin que los tengas por las más altas
creaciones de tu mano.
¡Oh, cuán lejos estabas de aquellos mis fantasmas imaginarios,
fantasmas de cuerpos que no han existido jamás, en cuya comparación son más reales las
imágenes de los cuerpos existentes; y más aún que aquéllas, éstos, los cuales, sin
embargo, no eres tú! Pero ni siquiera eres el alma que da vida a los cuerpos y como
vida de los cuerpos, mejor y más cierta que los cuerpos, sino que tú eres la vida
de las almas, la vida de las vidas, que vives por ti misma y no te cambias: la vida de mi
alma.
11. (...) Porque los versos y la poesía los puedo yo convertir
en vianda sabrosa; y en cuanto al vuelo de Medea, si bien lo recitaba, no lo afirmaba; y
si gustaba de oírlo, no lo creía. Mas aquellas cosas las creí. ¡Ay, ay de mí, por
qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y
devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío a quien me confieso por haber
tenido misericordia de mí cuando aún no te confesaba, todo por buscarte no con la
inteligencia con la que quisiste que yo aventajase a las bestias, sino con los
sentidos de la carne, porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo
mío y más alto que lo más sumo mío.
VII,12. No conocía yo lo otro, lo que verdaderamente es; y me
sentía como agudamente movido a asentir a aquellos recios engañadores cuando me
preguntaban de dónde procedía el mal, y si Dios estaba limitado por una forma corpórea,
y si tenía cabellos y uñas, y si habían de ser tenidos por justos los que tenían
varias mujeres al mismo tiempo, y los que causaban la muerte a otros y sacrificaban
animales. Yo, ignorante de estas cosas, me perturbaba con ellas y, alejándome de la
verdad, me parecía que iba hacia ella, porque no sabía que el mal no es más que
privación del bien hasta llegar a la misma nada. Y ¿cómo lo había yo de saber, si con
la vista de los ojos no alcanzaba a ver más que cuerpos y con la del alma no iba más
allá de los fantasmas? Tampoco sabía que Dios fuera espíritu y que no tenía miembros a
lo largo ni a lo ancho, ni cantidad material alguna, porque la cantidad o masa es siempre
menor en la parte que en el todo, y, aun dado que fuera infinita, siempre sería menor la
contenida en el espacio de una parte que la extendida por el infinito, por lo demás, no
puede estar en todas partes como el espíritu, como Dios. También ignoraba totalmente
qué es aquello que hay en nosotros según lo cual somos y con verdad se nos llama en la
Escritura imagen de Dios.
13. No conocía tampoco la verdadera justicia interior, que
juzga no por la costumbre, sino por la ley rectísima de Dios omnipotente, según la cual
se han de formar las costumbres de los países y épocas conforme a los mismos países y
tiempos; y siendo la misma en todas las partes y tiempos, no varía según las latitudes y
las épocas. Según la cual fueron justos Abraham, Isaac, Jacob y David y todos aquellos
que son alabados por boca de Dios; aunque los ignorantes, juzgando las cosas por el
módulo humano y midiendo la conducta de los demás por la suya, los juzgan inicuos. Como
si un ignorante en armaduras, que no sabe lo que es propio de cada miembro, quisiera
cubrir la cabeza con las polainas y los pies con el casco y luego se quejase de que no le
venían bien las piezas. O como si otro se molestase de que en determinado día, mandando
guardar de fiesta desde mediodía en adelante, no se le permitiera vender la mercancía
por la tarde que se le permitió por la mañana; o porque ve que en una misma casa se
permite tocar a un esclavo cualquiera lo que no se consiente al que asiste a la mesa; o
porque no se permite hacer ante los comensales lo que se hace tras los establos; o,
finalmente, se indignase porque, siendo una la vivienda y una la familia, no se
distribuyesen las cosas a todos por igual.
Tales son los que se indignan cuando oyen decir que en otros
siglos se permitieron a los justos cosas que no se permiten a los justos de ahora, y que
mandó Dios a aquéllos una cosa y a éstos otra, según la diferencia de los tiempos,
sirviendo unos y otros a la misma norma de santidad. Y éstos no se dan cuenta que en un
mismo hombre, y en un mismo día, y en la misma hora, y en la misma casa conviene una cosa
a un miembro y otra a otro y que lo que poco antes fue lícito, pasado su momento no lo
es; y que lo que en una parte se permite, justamente se prohíbe y castiga en otra.
¿Diremos por esto que la justicia variable y cambiante? Lo que
pasa es que los tiempos que aquélla preside y rige no caminan iguales, porque son
tiempos. Mas los hombres, cuya vida sobre la tierra es breve, como no saben compaginar las
causas de los siglos pasados y de las gentes que no han visto ni experimentado con las que
ahora ven y experimentan, y, por otra parte, ven fácilmente lo que en un mismo cuerpo, y
en un mismo día, y en una misma casa conviene a cada miembro, a cada tiempo, a cada parte
y a cada persona, condenan las cosas de aquellos tiempos, en tanto que aprueban las de
éstos.
VIII,16. Lo mismo ha de decirse de los delitos cometidos por
deseo de hacer daño, sea por afrenta o sea por injuria; y ambas cosas, o por deseo de
venganza, como ocurre entre enemigos; o por alcanzar algún bien sin trabajar, como el
ladrón que roba al viajero; o por evitar algún mal, como el que teme; o por envidia,
como acontece al desgraciado con el que es más dichoso, o al que ha prosperado y teme se
le iguale o le pesa de haberlo sido ya; o por el solo deleite, como el espectador de
juegos de gladiadores; o el que se ríe y burla de los demás.
Estas son las cabezas o fuentes de iniquidad que brotan de la
concupiscencia de mandar, ver o sentir, ya sea de una sola, ya de dos, ya de todas juntas,
y por las cuales se vive mal, ¡oh Dios altísimo y duicísimo!, contra los tres y siete,
el salterio de diez cuerdas, tu decálogo.
Pero ¿qué pecados puede haber en ti, que no sufres
corrupción? ¿O qué crímenes pueden cometerse contra ti, a quien nadie puede hacer
daño? Pero lo que tú castigas es lo que los hombres cometen contra sí, porque hasta
cuando pecan contra ti obran impíamente contra sus almas y su iniquidad se engaña a sí
misma, ya corrompiendo y pervirtiendo su naturaleza la que has hecho y ordenado
tú, ya sea usando inmoderadamente las cosas permitidas, ya sea deseando
ardientemente las no permitidas, según el uso que es contra naturaleza.
También se hacen reos del mismo crimen quienes de pensamiento y
de palabra se enfurecen contra ti y dan golpes contra el aguijón, o cuando, rotos los
límites de la convivencia humana, se alegran, audaces, con uniones o desuniones privadas,
según que fuere de su agrado o disgusto. Y todo esto se hace cuando eres abandonado tú,
fuente de vida, único y verdadero Creador y Rector del universo, y con soberbia privada
se ama en la parte una falsa unidad.
Así, pues, sólo con humilde piedad se vuelve uno a ti, y es
como tú nos purificas de las malas costumbres, y te muestras propicio con los pecados de
los que te confiesan, y escuchas los gemidos de los cautivos, y nos libras de los
vínculos que nosotros mismos nos forjamos, con tal que no levantemos contra ti los
cuernos de una falsa libertad, ya sea arrastrados por el ansia de poseer más, o por el
temor de perderlo todo, amando más nuestro propio interés que a ti, Bien de todos.
X,18. Desconocedor yo de estas cosas, me reía de aquellos tus
santos siervos y profetas. Pero ¿qué hacía yo cuando me reía de ellos, sino hacer que
tú te rieses de mí, dejándome caer insensiblemente y poco a poco en tales ridiculeces
hasta que llegara a creer que el higo, cuando se le arranca, llora lágrimas de leche
juntamente con su madre el árbol, y que si algún santo de la secta comía dicho higo,
arrancado no por delito propio, sino ajeno, y lo mezclaba con sus entrañas, después,
gimiendo y eructando, exhalaba ángeles en la oración y aún partículas de Dios.
Aquellas partículas del sumo y verdadero Dios hubieren estado ligadas siempre a aquel
fruto de no ser libertadas por el diente y vientre del santo Electo.
También creí, miserable, que se debía tener más
misericordia con los frutos de la tierra que con los hombres, por los que han sido
creados; porque si alguno estando hambriento, que no fuese maniqueo, me los hubiera
pedido, me parecía que el dárselos era como condenar a pena de muerte aquel bocado.
XI,19. Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma
de este abismo de tinieblas. Entre tanto, mi madre, fiel sierva tuya, lloraba por mí ante
ti mucho más que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos, porque
ella veía mi muerte con la fe y espíritu que había recibido de ti. Y tú la escuchaste,
Señor; tú la escuchaste y no despreciaste sus lágrimas, que, corriendo abundantes,
regaban el suelo debajo de sus ojos allí donde hacía oración; sí, tú la escuchaste,
Señor. Porque ¿de dónde si no aquel sueño con que la consolaste, viniendo por ello a
admitirme en su compañía y mesa, que había comenzado a negarme por su adversión y
detestación a las blasfemias de mi error?
En efecto, se vió de pie sobre una regla de madera y a un joven
resplandeciente, alegre y risueño que venía hacia ella, toda triste y afligida. Éste,
como le preguntase la causa de su tristeza y de sus lágrimas diarias, no por aprender,
como ocurre ordinariamente, sino para instruirla, y ella a su vez le respondiese que era
mi perdición lo que lloraba, le mandó y amonestó para su tranquilidad que atendiese y
viera cómo donde ella estaba allí estaba yo también. Lo cual, como ella observase, me
vio junto a ella de pie sobre la misma regla. ¿De dónde vino esto sino porque tú
tenías tus oídos aplicados a su corazón, oh tú, omnipotente y bueno, que así cuidas
de cada uno de nosotros, como si no tuvieras más que cuidar, y así de todos como de cada
uno?
20. ¿Y de dónde también le vino que, contándome mi madre
esta visión y queriéndola yo persuadir de que significaba lo contrario y que no debía
desesperar de que algún día sería ella también lo que yo era al presente, al punto,
sin vacilación alguna, me respondió: «No me dijo: donde él está, allí estás tú,
sino donde tú estás, allí está él?».
Confieso, Señor, y muchas veces lo he dicho, que, por lo que yo
me acuerdo, me movió más esta respuesta de mi atenta madre, por no haberse turbado con
una explicación errónea tan verosímil y haber visto lo que se debía ver y que yo
ciertamente no había visto antes que ella me lo dijese, que el mismo sueño con el
cual anunciaste a esta piadosa mujer, con mucho tiempo de antelación, a fin de consolarla
en su inquietud presente, un gozo que no había de realizarse sino mucho tiempo después.
Porque todavía hubieron de seguirse casi nueve años, durante
los cuales continué revolcándome en aquel abismo de barro y tinieblas de error,
hundiéndome tanto más cuanto más esfuerzos hacía por salir de él. Entre tanto,
aquella piadosa viuda, casta y sobria como la que tú amas, ya un poco más alegre con la
esperanza que tenía, pero no menos solícita en sus lágrimas y gemidos, no cesaba de
llorar por mí, en tu presencia, en todas las horas de sus oraciones, las cuales no
obstante ser aceptadas por ti, me dejabas, sin embargo, que me revolcara y fuera envuelto
por aquella oscuridad.
XII,21. También por este mismo tiempo le diste otra
respuesta, a lo que yo recuerdo pues paso en silencio muchas cosas por la prisa que
tengo de llegar a aquellas otras que me urgen más que te confiese y otras muchas porque
no las recuerdo; diste, digo, otra respuesta a mi madre por medio de un sacerdote
tuyo, cierto Obispo, educado en tu Iglesia y ejercitado en tus Escrituras, a quien como
ella rogase que se dignara hablar conmigo, para refutar mis errores, desengañarme de mis
malas doctrinas y enseñarme las buenas hacía esto con cuantos hallaba
idóneos, él se negó con mucha prudencia, por lo que he podido ver después,
contestándole que estaba incapacitado para recibir ninguna enseñanza por estar muy
inflado con la novedad de la herejía maniquea y por haber puesto en apuros a muchos
ignorantes con algunas cuestioncillas, como ella misma le había indicado: «Dejadle estar
dijo y rogad únicamente por él al Señor; él mismo leyendo los libros de
ellos descubrirá el error y conocerá su gran impiedad». Y al mismo tiempo le contó
cómo siendo él niño había sido entregado por su engañada madre a los maniqueos,
llegando no sólo a leer, sino a copiar casi todos sus escritos; y cómo él mismo, sin
necesidad de nadie que le argumentase ni convenciese, llegó a conocer cuán digna de
desprecio era aquella secta y cómo al fin la había abandonado.
Mas como una vez dicho esto no se aquietara, sino que insistiese
con mayores ruegos y más abundantes lágrimas para que se viera conmigo y discutiese
sobre dicho asunto, él, cansado ya de su importunidad, le dijo: «Vete en paz, mujer;
¡así Dios te dé vida!, que no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas».
Respuesta que ella recibió, según me recordaba muchas veces en sus coloquios conmigo,
como venida del cielo.
LIBRO CUARTO
III,4. Así, pues, no cesaba de consultar a aquellos impostores
llamados astrólogos, porque no usaban en sus adivinaciones casi ningún sacrificio ni
dirigían conjuro alguno a ningún espíritu, lo que también condena y rechaza, con
razón, la piedad cristiana y verdadera. Porque lo bueno es confesarte a ti, Señor, y
decirte: Ten misericordia de mí y sana mi alma, porque ha pecado contra ti, y no abusar
de tu indulgencia para pecar más libremente, sino tener presente la sentencia del Señor:
He aquí que has sido ya sanado; no vuelvas a pecar más, no sea que te suceda algo peor.
Palabras cuya eficacia pretenden destruir los astrólogos diciendo: «De los cielos viene
la necesidad de pecar», y «esto lo hizo Venus, Saturno o Marte», y todo para que el
hombre, que es carne y sangre y soberbia podredumbre, quede sin culpa y sea atribuida al
Creador y Ordenador del cielo y las estrellas. ¿Y quién es éste, sino tú, Dios
nuestro, suavidad y fuente de justicia, que das a cada uno según sus obras y no
desprecias al corazón contrito y humillado?
IV,7. En aquellos años, en el tiempo en que por primera vez
abrí cátedra en mi ciudad natal, adquirí un amigo, a quien quise mucho por ser
condiscípulo mío, de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos
nos habíamos criado de niños, juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos
jugado. Mas entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue
tanto como exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre
aquellos a quienes tú reunes entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Con todo, era para mí aquella amistad cocida con el calor
de estudios semejantes muy dulce. Hasta había logrado apartarle de la verdadera fe,
no muy bien hermanada y arraigada todavía en su adolescencia, inclinándole hacia
aquellas fábulas supersticiosas y perjudiciales, por las que me lloraba mi madre. Conmigo
erraba ya aquel hombre en espíritu, sin que mi alma pudiera vivir sin él.
Mas he aquí que, estando tú muy cerca de la espalda de tus
siervos fugitivos, ¡oh Dios de las venganzas y, a la vez, fuente de las misericordias,
que nos conviertes a ti por modos sorprendentes!, he aquí que tú le arrebataste de esta
vida cuando apenas había gozado un año de su amistad, más dulce para mí que todas las
dulzuras de aquella mi vida.
8. ¿Quién hay que pueda contar tus alabanzas, aun reducido
únicamente a lo que uno ha experimentado en sí solo? ¿Qué hiciste entonces, Dios mío?
¡Oh, y cuán impenetrable es el abismo de tus juicios! Porque como él fuese atacado por
una fiebre y quedara mucho tiempo sin sentido bañado en sudor de muerte, como se
desesperara de su vida, se le bautizó sin él saberlo, lo que no me importó, por
presumir que su alma conservaría más lo que había recibido de mí, que lo que había
recibido en el cuerpo, sin él saberlo. La realidad, sin embargo, fue muy distinta. Porque
habiendo mejorado y ya a salvo, tan pronto como le pude hablar y lo pude tan pronto
como lo pudo él, pues no me separaba un momento de su lado y mutuamente estábamos
pendientes el uno del otro, intenté reírme del bautismo en su presencia, creyendo
que también él se reiría del bautismo que había recibido sin conocimiento ni sentido,
pero que, sin embargo, sabía que lo había recibido. Pero él, mirándome con horror como
a un enemigo, me amonestó con admirable y repentina libertad, diciéndome que, si quería
ser su amigo, cesase de decir tales cosas. Yo, estupefacto y turbado, reprimí todos mis
ímpetus para que convaleciera primero y, recobradas las fuerzas de la salud, estuviese en
disposición de discutir conmigo en lo que fuera de mi gusto. Mas tú, Señor, le libraste
de mi locura, a fin de ser guardado en ti para mi consuelo, pues pocos días después,
estando yo ausente, le volvieron las fiebres y murió.
9. ¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba
era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento
insufrible, y cuanto había compartido con él se me volvía sin él un suplicio
cruelísimo. Mis ojos le buscaban por todas partes y no aparecía. Y llegué a odiar todas
las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después
de una ausencia: «He aquí que ya viene». Yo me había vuelto para a mí mismo una gran
dificultado (factus eram ipse mihi magna quaestio) y preguntaba a mi alma por qué estaba
triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si yo le decía: «Espera en
Dios», ella no me hacía caso, y con razón, porque más real y mejor era aquel amigo
queridísimo que yo había perdido que aquel fantasma en el que se le ordenaba que
esperase. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de
mi corazón.
V,10. Mas ahora, Señor, que ya pasaron aquellas cosas y con el
tiempo se ha suavizado mi herida, ¿puedo oír de ti, que eres la misma verdad, y aplicar
el oído de mi corazón a tu boca para que me digas por qué el llanto es dulce a los
miserables? ¿Acaso tú, aunque presente en todas partes, has arrojado lejos de ti nuestra
miseria y permaneces inmutable en ti, en tanto que nos dejas a nosotros ser zarandeados
por nuestras pruebas? Y, sin embargo, es cierto que, si nuestros suspiros no llegasen a
tus oídos, ninguna esperanza quedaría para nosotros.
Pero ¿de dónde viene que de lo amargo de la vida se coseche el
dulce fruto del gemir, llorar, suspirar y quejarse? ¿Acaso esto es dulce en sí porque
esperamos ser escuchados de ti? Así es cuando se trata de las súplicas, las cuales
llevan en sí siempre el deseo de llegar a ti; pero ¿podía decirse lo mismo del dolor de
lo perdido o del llanto en que estaba yo entonces inundado? Porque yo no esperaba que él
resucitara, ni pedía esto con mis lágrimas, sino que me contentaba con dolerme y llorar,
porque era miserable y había perdido mi gozo. ¿Acaso también el llanto, cosa amarga de
suyo, nos es deleitoso cuando por el hastío aborrecemos aquellas cosas que antes nos eran
gratas?
VI,11. Pero ¿porqué hablo de estas cosas? Porque no es éste
tiempo de investigar, sino de confesarte a ti. Era yo miserable, como lo es toda alma
prisionera del amor de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde,
sintiendo entonces su miseria, por la que es miserable aun antes de que las pierda. Así
era yo en aquel tiempo, y lloraba amarguísimamente y descansaba en la amargura. Y tan
miserable era que aún más que a aquel amigo queridísimo, yo amaba la misma vida
miserable. Porque aunque quisiera cambiarla, sin embargo, no quería perderla más que al
amigo, y aun no sé si quisiera perderla por él, como se dice de Orestes y Pílades
si no es cosa inventada, que querían morir el uno por el otro o ambos al
mismo tiempo, por serles más duro que la muerte, el no poder vivir juntos. Mas no sé
qué afecto había nacido en mí, muy contrario a éste, porque sentía un grandísimo
tedio de vivir y al mismo tiempo tenía miedo de morir. Creo que cuanto más amaba yo al
amigo, tanto más odiaba y temía a la muerte, como a un cruelísimo enemigo que me lo
había arrebatado, y pensaba que ella acabaría de repente con todos los hombres, pues
había podido acabar con él. Tal era yo entonces, según recuerdo.
He aquí mi corazón, Dios mío; helo aquí por dentro. Observa,
porque tengo presente, esperanza mía, que tú eres quien me limpia de la inmundicia de
tales afectos, atrayendo hacia ti mis ojos y librando mis pies de los lazos que me
aprisionaban. Me sorprendía que viviesen los demás mortales por haber muerto aquel a
quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me sorprendía aún de que,
habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien dijo uno de su amigo que «era la
mitad de su alma». Porque yo sentí que «mi alma y la suya no eran más que una en dos
cuerpos», y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias, y al
mismo tiempo temía mucho morir, por que no muriese del todo aquel a quien había amado
tanto.
VII,12. ¡Oh locura, que no sabe amar humanamente a los hombres!
¡Oh necio del hombre que sufre inmoderadamente por las cosas humanas! Todo esto era yo
entonces, y así me abrasaba, suspiraba, lloraba, me turbaba y no hallaba descanso ni
consejo. Llevaba mi alma rota, ensangrentada, y que no soportaba ser llevada por mí, pero
no hallaba dónde ponerla. Ni descansaba en los bosques amenos, ni en los juegos y cantos,
ni en los lugares perfumados, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites de la
alcoba y de la cama, ni, finalmente, en los libros ni en los versos. Todo me causaba
horror, hasta la misma luz; y cuanto no era lo que era él, me resultaba insoportable y
odioso, fuera de gemir y llorar, pues sólo en esto hallaba algún descanso. Y si apartaba
de esto a mi alma, luego me abrumaba la pesada carga de mi miseria.
A ti, Señor, debía ser elevada para ser curada. Lo sabía,
pero ni quería ni podía (sciebam, sed nec volebam nec velebam). Tanto más cuanto que lo
que pensaba acerca de ti no era algo sólido y firme. No eras tú, sino un fantasma vano,
y mi error era mi Dios (error meus erat Deus meus). Y si me esforzaba por apoyar sobre él
mi alma para que descansara, luego resbalaba como quien pisa en falso y caía de nuevo
sobre mí, siendo yo para mí mismo una morada infeliz, en donde ni podía estar ni me era
posible salir. ¿Y adónde podía huir mi corazón de mi corazón? ¿Adónde huir de mí
mismo? ¿Adónde no me seguiría yo a mí mismo? Con todo, huí de mi patria, porque mis
ojos le habían de buscar menos donde no solían verle [al amigo]. Y así que me fui de
Tagaste a Cartago.
IX,14. Esto es lo que se ama en los amigos; y de tal modo se
ama, que la conciencia humana se considera rea de culpa si no ama al que le ama, o no
corresponde al que le amó primero, sin buscar de él otra cosa exterior que tales signos
de benevolencia. De aquí el llanto cuando muere alguno, y las tinieblas de dolores, y el
afligirse el corazón, cambiada la dulzura en amargura; y la muerte de los vivos proviene
de la pérdida de la vida de los que mueren. Bienaventurado el que te ama a ti, Señor; y
al amigo en ti, y al enemigo por ti. Porque solo no podrá perder al amigo quien tiene a
todos por amigos en aquel que no puede perderse. ¿Y quién es éste sino nuestro Dios, el
Dios que ha hecho el cielo y la tierra y los llena, porque llenándoles los ha hecho?
Nadie, Señor, te pierde, sino el que te deja. Mas porque te deja, ¿adónde va o adónde
huye, sino de ti sereno a ti airado? Pero ¿dónde no hallará tu ley para su castigo?
Porque tu ley es la verdad, y la verdad, tú.
XII,18. Si te agradan los cuerpos, alaba a Dios en ellos y
revierte tu amor sobre su artífice, no sea que le desagrades en las mismas cosas que te
agradan. Si te agradan las almas, ámalas en Dios, porque, si bien son mudables, fijas en
él, permanecerán; de otro modo desfallecerían y perecerían. Ámalas, pues, en él y
arrastra contigo hacia él a cuantos puedas y diles: «A éste amemos»; él es el que ha
hecho estas cosas y no está lejos de aquí. Porque no las hizo y se fue, sino que
proceden de él y en él están. Mas he aquí que él está donde se gusta la verdad: en
lo más íntimo del corazón; pero el corazón se ha alejado de él. Volved,
transgresores, al corazón y adheríos a aquél que es vuestro Hacedor. Estad con él, y
permaneceréis estables; descansad en él, y estaréis tranquilos. ¿Adónde vais por
ásperos caminos, adónde vais? El bien que amáis proviene de él, pero sólo es bueno y
suave en cuanto está en relación a él; pero justamente será amargo si, habiendo
abandonado a Dios, injustamente se amare lo que de él procede. ¿Porqué andáis aún
todavía por caminos difíciles y trabajosos? No está el descanso donde lo buscáis.
Buscad lo que buscáis, pero sabed que no está donde lo buscáis (quaerite quod
quaeritis, sed ibi non est ubi quaeritis). Buscáis la vida en la región de la muerte: no
está allí. ¿Cómo hallar vida bienaventurada donde ni siquiera hay vida?
19. Nuestra Vida verdadera bajó acá y tomó nuestra muerte, y
la mató con la abundancia de su vida, y dio voces como de trueno, clamando que retornemos
a él en aquel lugar secreto desde donde salió para nosotros, pasando primero por el seno
virginal de María, en el que se desposó con la naturaleza humana, la carne mortal, para
que no sea siempre mortal. Y de allí, tal como el esposo que sale de su tálamo exultó
como un gigante para correr su camino. Porque no se retardó, sino que corrió dando voces
con sus palabras, con sus obras, con su muerte, con su vida, con su descendimiento y su
ascensión, clamando que nos volvamos a él, pues si partió de nuestra vista fue para que
entremos en nuestro corazón y allí le hallemos; porque si partió, aún está con
nosotros. No quiso estar mucho tiempo con nosotros, pero no nos abandonó. Se retiró de
donde nunca se apartó, porque él hizo el mundo, y estaba en el mundo, y vino al mundo a
salvar a los pecadores. Y a él se confiesa mi alma y él la sana de las ofensas que le ha
hecho.
Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón?
¿Es posible que, después de haber bajado la Vida a vosotros, no queráis subir y vivir?
Mas ¿adónde subisteis cuando estuvisteis en alto y pusisteis en el cielo vuestra boca?
Bajad, a fin de que podáis subir hasta Dios, ya que caísteis ascendiendo contra él.
Diles estas cosas para que lloren en este valle de lágrimas, y así les arrebates contigo
hacia Dios, porque, si se las dices, ardiendo en llamas de caridad, se las dices con
espíritu divino.
XIII,20. Yo no sabía nada entonces de estas cosas; y así amaba
las hermosuras inferiores, y caminaba hacia el abismo, y decía a mis amigos: «¿Amamos
por ventura algo fuera de lo hermoso? ¿Y qué es lo hermoso? ¿Qué es la belleza? ¿Qué
es lo que nos atrae y aficiona a las cosas que amamos? Porque ciertamente que si no
hubiera en ellas alguna gracia y hermosura, de ningún modo nos atraerían hacia sí».
(...).
22. (...) ¿Luego amo en el hombre lo que yo no quiero ser,
siendo, no obstante, hombre? Grande abismo es el hombre (grande profundum est ipse homo),
cuyos cabellos, Señor, tú los tienes contados, sin que se pierda uno sin que tú lo
sepas; y, sin embargo, más fáciles de contar son sus cabellos que sus afectos y los
movimientos de su corazón.
26. Yo me esforzaba por llegar a ti, mas era rechazado por ti
para que gustase de la muerte, porque tú resistes a los soberbios. ¿Y qué mayor
soberbia que afirmar con incomprensible locura que yo era lo mismo que tú en naturaleza?
Porque siendo yo mudable y reconociéndome tal pues si quería ser sabio era por
hacerme de peor mejor, prefería, sin embargo, juzgarte mudable antes que no ser yo
lo que eres tú. He aquí por qué era yo rechazado y tú resistías a mi ventosa cerviz.
Yo no sabía imaginar más que formas corporales, y, siendo
carne, acusaba a la carne; y como espíritu errante, no acertaba a volver a ti; y
caminando, marchaba hacia aquellas cosas que no son nada ni en ti, ni en mí, ni en el
cuerpo; ni me eran sugeridas por tu verdad, sino que eran imaginadas por mi vanidad según
los cuerpos; y decía a tus fieles parvulitos, mis conciudadanos, de los que yo sin
saberlo andaba desterrado; yo, hablador e inepto, les decía: «¿Por qué yerra el alma,
hechura de Dios?»; mas no quería se me dijese: «Y ¿por qué yerra Dios?». Y defendía
más que por necesidad erraba tu sustancia inmutable, en vez de confesar que la mía,
mudable, se había desviado espontáneamente y en castigo de ello andaba ahora en error.
XVI,30. (...) Me gozaba con ellos, pero no sabía de dónde
venía cuanto de verdadero y cierto hallaba en ellos, porque tenía las espaldas vueltas a
la luz y el rostro hacia las cosas iluminadas, por lo que mi rostro que veía las cosas
iluminadas, no era iluminado.
Tú sabes, Señor Dios mío, cómo sin ayuda de maestro entendí
cuanto leí de retórica, dialéctica, geometría, música, y aritmética, porque también
la prontitud de entender y la agudeza en el discernir son dones tuyos. Mas no le ofrecía
por ellos sacrificio alguno, y así no me servían tanto de provecho como de daño, pues
cuidé mucho de tener una parte tan buena de mi hacienda en mi poder, mas no así de
guardar mi fortaleza para ti; al contrario, apartándome de ti, me marché a una región
lejana, para disiparla entre las rameras de mis concupiscencias (...).
31. Mas ¿de qué me servía todo esto, si juzgaba que tú,
Señor, Dios de la Verdad, eras un cuerpo luminoso e infinito, y yo un pedazo de ese
cuerpo? ¡Oh excesiva perversidad! Pero así era yo; ni me avergüenzo ahora, Dios mío,
de confesar tus misericordias para conmigo y de invocarte, ya que no me avergoncé
entonces de profesar ante los hombres mis blasfemias y ladrar contra ti. (...).
(...) ¡Oh Señor y Dios nuestro! Que esperemos al abrigo de tus
alas; protégenos y llévanos. Tú llevarás, sí, tú llevarás a los pequeñuelos, y
hasta que sean ancianos tú los llevarás, porque cuando eres tú nuestra firmeza,
entonces es firmeza; pero cuando es nuestra, entonces es debilidad (...).
LIBRO QUINTO
I,1. Recibe, Señor, el sacrificio de mis Confesiones de mano de
mi lengua, que tú formaste y moviste para que confesase tu nombre, y sana todos mis
huesos y digan: Señor, ¿quién semejante a ti? Nada, en verdad, te enseña de lo que
pasa en él quien se confiesa a ti, porque no hay corazón cerrado que pueda sustraerse a
tu mirada ni hay dureza de hombre que pueda repeler tu mano, antes la abres cuando
quieres, o para compadecerte o para castigar y no hay nadie que se esconda de tu calor.
Mas alábete mi alma para que te ame, y confiese tus misericordias para que te alabe. No
cesan ni callan tus alabanzas las criaturas todas del universo, ni los espíritus todos
con su boca vuelta hacia ti, ni los animales y cosas corporales por boca de los que las
contemplan, a fin de que, apoyándose en estas cosas que tú has hecho, se levante hacia
ti nuestra alma de su laxitud y pase a ti, su hacedor admirable, donde está la hartura y
verdadera fortaleza.
II,2. (...) ¿Y adónde huyeron cuando huyeron de tu presencia?
¿Y dónde tú no les encontrarás? Huyeron, sí, por no verte a ti, que les estaba
viendo, para, cegados, tropezar contigo, que no abandonas ninguna cosa de las que has
hecho; para tropezar contigo, injustos, y así ser justamente castigados, por haberse
sustraído de tu blandura, haber ofendido tu santidad y haber caído en tus rigores.
Ignoran éstos, en efecto, que tú estás en todas partes, sin que ningún lugar te
circunscriba, y que estás presente a todos, aun a aquellos, que se alejan de ti.
Conviértanse, pues, y búsquente, porque no como ellos
abandonaron a su Criador así abandonas tú a tu criatura.
III,3. Hable yo en presencia de mi Dios de aquel año
veintinueve de mi edad. Ya había llegado a Cartago uno de los obispos maniqueos, por
nombre Fausto, gran lazo del demonio, en el que caían muchos por el encanto seductor de
su elocuencia, la cual, aunque también yo ensalzaba, sabíala, sin embargo, distinguir de
la verdad de las cosas, que eran las que yo anhelaba saber. Ni me cuidaba tanto de la
calidad del plato del lenguaje cuanto de las viandas de ciencia que en él me servía
aquel tan renombrado Fausto.
Habíamelo presentado la fama como un hombre doctísimo en toda
clase de ciencias y sumamente instruido en las artes liberales. Y como yo había leído
muchas cosas de los filósofos y las conservaba en la memoria, púseme a comparar algunas
de éstas con las largas fábulas del maniqueísmo, pareciéndome más probables las
dichas por aquéllos, que llegaron a conocer las cosas del mundo, aunque no dieron con su
Criador; porque tú eres grande, Señor, y miras las cosas humildes, y conoces de lejos
las elevadas, y no te acercas sino a los contritos de corazón, ni serás hallado de los
soberbios, aunque con curiosa pericia cuenten las estrellas del cielo y arenas del mar y
midan las regiones del cielo e investiguen el curso de los astros.
V,8. (...) Por donde él, descaminado en esto, habló mucho
sobre estas cosas, para que, convencido de ignorante por los que las conocen bien, se
viera claramente el crédito que merecía en las otras más obscuras. Porque no fue que
él quiso ser estimado en poco, antes tuvo empeño en persuadir a los demás de que tenía
en sí personalmente y en la plenitud de su autoridad al Espíritu Santo, consolador y
enriquecedor de tus fieles. Así que, sorprendido de error al hablar del cielo y de las
estrellas, y del curso del sol y de la luna, aunque tales cosas no pertenezcan a la
doctrina de la religión, claramente se descubre ser sacrílego su atrevimiento al decir
cosas no sólo ignoradas, sino también falsas, y esto con tan vesana vanidad de soberbia
que pretendiera se las tomasen como salidas de boca de una persona divina.
9. (...) En cuanto a aquél [Manés], que se atrevió a hacerse
maestro, autor, guía y cabeza de aquellos a quienes persuadía tales cosas, y en tal
forma que los que le siguiesen creyeran que seguían no a un hombre cualquiera, sino a tu
Espíritu Santo, ¿quién no juzgará que tan gran demencia, una vez demostrado ser todo
impostura, debe ser detestada y arrojada muy lejos?
VI,10. En estos nueve años escasos en que les oí con ánimo
vagabundo, esperé con muy prolongado deseo la llegada de aquel anunciado Fausto. Porque
los demás maniqueos con quienes yo por casualidad topaba, no sabiendo responder a las
cuestiones que les proponía, me remitían a él, quien a su llegada y una sencilla
entrevista resolvería facilísimamente todas aquellas mis dificultades y aun otras
mayores que se me ocurrieran de modo clarísimo.
Tan pronto como llegó pude experimentar que se trataba de un
hombre simpático, de grata conversación y que gorjeaba más dulcemente que los otros las
mismas cosas que éstos decían. Pero ¿qué prestaba a mi sed este elegantísimo servidor
de copas preciosas? Ya tenía yo los oídos hartos de tales cosas, y ni me parecían
mejores por estar mejor dichas, ni más verdaderas por estar mejor expuestas, ni su alma
más sabia por ser más agraciado su rostro y pulido su lenguaje. No eran, no, buenos
valuadores de las cosas quienes me recomendaban a Fausto como a un hombre sabio y prudente
porque les deleitaba con su facundia, al revés de otra clase de hombres que más de una
vez hube de experimentar, que tenían por sospechosa la verdad y se negaban a reconocerla
si les era presentada con lenguaje acicalado y florido.
11. (...) Sin embargo, me molestaba que en las reuniones de los
oyentes no se me permitiera presentarle mis dudas y departir con él el cuidado de las
cuestiones que me preocupaban, confiriendo con él mis dificultades en forma de preguntas
y respuestas. Cuando al fin lo pude, acompañado de mis amigos, comencé a hablarle en la
ocasión y lugar más oportunos para tales discusiones, presentándole algunas objeciones
de las que me hacían más fuerza; mas conocí al punto que era un hombre totalmente ayuno
de las artes liberales, a excepción de la gramática, que conocía de un modo vulgar.
VII,12. Así que cuando comprendí claramente que era un
ignorante en aquellas artes en las que yo le creía muy aventajado, comencé a desesperar
de que me pudiese aclarar y resolver las dificultades que me tenían preocupado. Cierto
que podía ignorar tales cosas y poseer la verdad de la religión; pero esto a condición
de no ser maniqueo, porque sus libros están llenos de larguísimas fábulas acerca del
cielo y de las estrellas, del sol y de la luna, las cuales no juzgaba yo ya que me las
pudiera explicar sutilmente como lo deseaba, cotejándolas con los cálculos de los
números que había leído en otras partes, para ver si era como se contenía en los
libros de Manés y si daban buena razón de las cosas o al menos era igual que la de
aquéllos.
Mas él, cuando presenté a su consideración y discusión
dichas cuestiones, no se atrevió, con gran modestia, a tomar sobre sí semejante carga,
pues conocía ciertamente que ignoraba tales cosas y no se avergonzaba de confesar. No era
él del número de aquella caterva de charlatanes que había tenido yo que sufrir,
empeñados en enseñarme tales cosas, para luego no decirme nada. Este, en cambio, tenía
un corazón, si no dirigido a ti, al menos no demasiado incauto en orden a sí. No era tan
ignorante que ignorase su ignorancia, por lo que no quiso meterse disputando en un
callejón de donde no pudiese salir o le fuese muy difícil la retirada. Aun por esto me
agradó mucho más por ser la modestia de un alma que se conoce más hermosa que las
mismas cosas que deseba conocer. Y en todas las cuestiones dificultosas y sutiles le
hallé siempre igual.
13. Quebrantado, pues, el entusiasmo que había puesto en los
libros de Manés y desconfiando mucho más de los otros doctores maniqueos, cuando éste
tan renombrado se me había mostrado ignorante en muchas de las cuestiones que me
inquietaban, comencé a tratar con él, para su instrucción, de las letras o artes que yo
enseñaba a los jóvenes de Cartago, y en cuyo amor ardía é mismo, leyéndole, ya lo que
él deseaba, ya lo que a mí me parecía más conforme con su ingenio.
Por lo demás, todo aquel empeño mío que había puesto en
progresar en la secta se me acabó totalmente apenas conocí a aquel hombre, mas no hasta
el punto de separarme definitivamente de ella, pues no hallando de momento cosa mejor
determiné permanecer provisionalmente en ella, en la que al fin había venido a dar,
hasta tanto que apareciera por fortuna algo mejor, preferible. De este modo, aquel Fausto,
que había sido para muchos lazo de muerte, fue, sin saberlo ni quererlo, quien comenzó a
aflojar el que a mí me tenía preso. Y es que tus manos, Dios mío, no abandonaban mi
alma en el secreto de tu providencia, y que mi madre no cesaba día y noche de ofrecerte
en sacrificio por mi la sangre de su corazón que corría por sus lágrimas.
Y tú, Señor, obraste conmigo por modos admirables, pues obra
tuya fue aquélla, Dios mío. Porque el Señor es quien dirige los pasos del hombre y
quien escoge sus caminos. Y ¿ quién podrá procurarnos la salud, sino tu mano, que
rehace lo que ha hecho?
VIII,14. También fue obra tuya para conmigo el que me
persuadiesen irme a Roma y allí enseñar lo que enseñaba en Cartago. Mas no dejaré de
confesarte el motivo que me movió, porque aun en estas cosas se descubre la profundidad
de tu designio y merece ser meditada y ensalzada tu presentísima misericordia para, con
nosotros. Porque mi determinación de ir a Roma no fue por ganar más ni alcanzar mayor
gloria, como me prometían los amigos que me aconsejaban tal cosa -aunque también estas
cosas pesaban en mi ánimo entonces-, sino la causa máxima y casi única era haber oído
que los jóvenes de Roma eran más sosegados en las clases, merced a la rigurosa
disciplina a que estaban sujetos, y según la cual no les era lícito entrar a menudo y
turbulentamente en las aulas de los maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en
ellas sin su permiso; todo lo contrario de lo que sucedía en Cartago, donde es tan torpe
e intemperante la licencia de los escolares que entran desvergonzada y furiosamente en las
aulas y trastornan el orden establecido por los maestros para provecho de los discípulos.
Cometen además con increíble estupidez multitud de insolencias, que deberían ser
castigadas por las leyes, de no patrocinarles la costumbre, la cual los muestra tanto
más, miserables cuanto cometen ya como lícito lo que no lo será nunca por tu ley
eterna, y creen hacer impunemente tales cosas, cuando la ceguedad con que las hacen es su
mayor castigo, padeciendo ellos incomparablemente mayores males de los que hacen. (...)
Porque los que perturbaban mi ocio con gran rabia eran ciegos, y los que me invitaban a lo
otro sabían a tierra, y yo, que detestaba en Cartago una verdadera miseria, buscaba en
Roma una falsa felicidad.
15. Pero el verdadero porqué de salir yo de aquí e irme allí
sólo tú lo sabías, oh Dios, sin indicármelo a mí ni a mi madre, que lloró atrozmente
mi partida y me siguió hasta el mar. Mas hube de engañarla, porque me retenía por
fuerza, obligándome o a desistir de mi propósito o a llevarla conmigo, por lo que fingí
tener que despedir a un amigo al que no quería abandonar hasta que, soplando el viento,
se hiciese a la vela. Así engañé, a mi madre, y a tal madre, y me escapé (..) Mas
aquella misma noche me partí a hurtadillas sin ella, dejándola orando y llorando. ¿Y
qué era lo que te pedía, Dios mío, con tantas lágrimas, sino que no me dejases
navegar? Pero tú, mirando las cosas desde un punto más alto y escuchando en el fondo su
deseo, no cuidaste de lo que entonces te pedía para hacerme tal como siempre te pedía.
X,18. (...) Todavía me parecía a mí que no éramos nosotros
los que pecábamos, sino que era no sé qué naturaleza extraña la que pecaba en
nosotros, por lo que se deleitaba mi soberbia en considerarme exento de culpa y no tener
que confesar, cuando había obrado mal mi pecado para que tú sanases mi alma, porque
contra ti era contra quien yo pecaba. Antes gustaba de excusarme y acusar a no sé qué
ser extraño que estaba conmigo, pero que no era yo. Mas, a la verdad, yo era todo
aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí mismo. Y lo más incurable de mi
pecado era que no me tenía por pecador. (...) Esta era la razón por que alternaba con
los electos de los maniqueos. Mas, desesperando ya de poder hacer algún, progreso en
aquella falsa doctrina, y aun las mismas cosas que había determinado conservar hasta no
hallar algo mejor, profesábalas ya con tibieza y negligencia.
19. Por este tiempo se me vino también a la mente la idea de
que los filósofos que llaman académicos habían sido los más prudentes, por tener como
principio que se debe dudar de todas las cosas y que ninguna verdad puede ser comprendida
por el hombre. Así me pareció entonces que habían claramente sentido, según se cree
vulgarmente, por no haber todavía entendido su intención.
En cuanto a mi huésped, no me recaté de llamarle la atención
sobre la excesiva credulidad que vi tenía en aquellas cosas fabulosas de que estaban
llenos los libros maniqueos. Con todo, usaba más familiarmente de la amistad de los que
eran de la secta que de los otros hombres que no pertenecían a ella. No defendía ya
ésta, es verdad, con el entusiasmo primitivo; mas su familiaridad -en Roma había muchos
de ellos ocultos- rne hacía extraordinariamente perezoso para buscar otra cosa, sobre
todo desesperando de hallar la verdad en tu Iglesia, ¡oh Señor de cielos y tierra y
creador de todas las cosas visibles e invisibles! , de la cual aquéllos me apartaban, por
parecerme cosa muy torpe creer que tenías figura de carne humana y que estabas limitado
por los contornos corporales de nuestros miembros . Y porque cuando yo quería pensar en
mi Dios -no sabía imaginar sino masas corpóreas, pues no me parecía que pudiera existir
lo que no fuese tal, de ahí la causa principal y casi única de mi inevitable error.
20.De aquí nacía también mi creencia de que la sustancia del
mal era propiamente tal [corpórea] y de que era una mole negra y deforme; ya crasa, a la
que llamaban tierra; ya tenue y sutil, como el cuerpo del aire, la cual imaginaban como
una mente maligna que reptaba sobre la tierra. Y corno la piedad, por poca que fuese, me
obligaba a creer que un Dios bueno no podía crear naturaleza alguna mala, imaginábalas
como dos moles entre sí contrarias, ambas infinitas, aunque menor la mala y mayor la
buena; y de este principio pestilencial se me seguían los otros sacrilegios. Porque
intentando mi alma recurrir a la fe católica, era rechazado, porque no era fe católica
aquella que yo imaginaba. Y parecíame ser más piadoso, ¡oh Dios!, a quien alaban en mí
tus misericordias, en creerte infinito por todas partes, a excepción de aquella por que
se te oponía la masa del mal, que no juzgarte limitado por todas partes por las formas
del cuerpo humano.
También me parecía ser mejor creer que no habías creado
ningún mal - el cual aparecía a mi ignorancia no sólo como sustancia, sino como una
sustancia corpórea, por no poder imaginar al espíritu sino como un cuerpo sutil que se
difunde por los espacios - que creer que la naturaleza del mal, tal como yo la imaginaba,
procedía de ti.
Al mismo tiempo, Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal modo le
juzgaba salido de aquella masa lucidísima de tu mole para salud nuestra, que no creía de
El sino lo que mi vanidad me sugería. Y así juzgaba que una tal naturaleza como la suya
no podía nacer de la Virgen María sin mezclarse con la carne, ni veía cómo podía
mezclarse sin mancharse lo que yo imaginaba tal, y así temía creerle nacido en la carne,
por no verme obligado a creerle manchado con la carne.
Sin duda que tus espirituales se reirán ahora blanda y
amorosamente al leer estas mis Confesiones; pero, realmente, así era yo.
XIII,23. Así que cuando la ciudad de Milán escribió al
prefecto de Roma para que la proveyera de maestro de retórica, con facultad de usar la
posta pública, yo mismo solicité presuroso, por medio de aquellos embriagados con las
vanidades maniqueas que, -de los que iba con ello a separarme, sin saberlo ellos ni yo-,
que, mediante la presentación de un discurso de prueba, me enviase a mí el prefecto a la
sazón, Símaco.
Llegué a Milán y visité al obispo, Ambrosio, famoso entre los
mejores de la tierra, piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu
pueblo «la flor de tu trigo», «la alegría del óleo» y «la sobria embriaguez de tu
vino» ". A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti
sabiéndolo.
Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó
mucho por mi viaje como obispo. Yo comencé a amarle; al principio, no ciertamente como a
doctor de la verdad, la que desesperaba de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre
afable conmigo. Oíale con todo cuidado cuando predicaba al pueblo, no con la intención
que debía, sino como queriendo explorar su facundia y ver si correspondía a su fama o si
era mayor o menor que la que se pregonaba, quedándome colgado de sus palabras, pero sin
cuidar de lo que decía, que más bien despreciaba. Deleitábame con la suavidad de sus
sermones, los cuales, aunque más eruditos que los de Fausto, eran, sin embargo, menos
festivos y dulces que los de éste en cuanto al modo de decir; porque, en cuanto al fondo
de los mismos, no había comparación, pues mientras Fausto erraba por entre las fábulas
maniqueas, éste enseñaba saludablemente la salud eterna. Porque lejos de los pecadores
anda la salud, y yo lo era entonces. Sin embargo, a ella me acercaba insensiblemente y sin
saberlo.
XIV,24.Y aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía,
sino únicamente de oír cómo lo decía -era este vano cuidado lo único que había
quedado en mí, desesperado ya de que hubiese para el hombre algún camino que le
condujera a ti-, veníanse a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban, las
cosas que despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón
para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él al mismo tiempo lo que decía de
verdadero; mas esto por grados.
Porque primeramente empezaron a parecerme defendibles aquellas
cosas y que la fe católica -en pro de la cual creía yo que no podía decirse nada ante
los ataques de los maniqueos-podía afirmarse y sin temeridad alguna, máxime habiendo
sido explicados y resueltos una, dos y más veces los enigmas de las Escrituras del Viejo
'I'estamento, que, interpretados por mí a la letra, me daban muerte. Así, pues,
declarados en sentido espiritual muchos de los lugares de aquellos libros, comencé a
reprender aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía resistir a
los que detestaban y se reían de la ley y los profetas.
Mas no por eso me parecía que debía seguir el partido de los
católicos, porque también el catolicismo podía tener sus defensores doctos, quienes
elocuentemente, y no de modo absurdo, refutasen las objeciones, ni tampoco por esto me
parecía que debía condenar lo que antes tenía porque las defensas fuesen iguales. Y
así, si por una parte la católica no me parecía vencida, todavía aún no me parecía
vencedora.
25. Entonces dirigí todas las fuerzas de mi espíritu para ver
si podía de algún modo, con algunos argumentos ciertos, convencer de falsedad a los
maniqueos. La verdad es que si yo entonces hubiera podido concebir una sustancia
espiritual, al punto se hubieran deshecho aquellos artilugios y los hubiera arrojado de mi
alma; pero no podía.
Sin embargo, considerando y comparando más y más lo que los
filósofos habían sentido acerca del ser físico de este mundo y de toda la Naturaleza,
que es objeto del sentido de la carne, juzgaba que eran mucho más probables las doctrinas
de éstos que no las de aquéllos [maniqueos] . Así que, dudando de todas las cosas y
fluctuando entre todas, según costumbre de los académicos, como se cree, determiné
abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer
en aquella secta, a la que anteponía ya algunos filósofos, a quienes, sin embargo, no
quería encomendar de ningún modo la curación de las lacerías de mi alma por no
hallarse en ellos el nombre saludable de Cristo.
En consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la iglesia
católica, que me había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo
cierto a donde dirigir mis pasos.
LIBRO SEXTO
I,1. ¡Esperanza mía desde la juventud! ¿Dónde estabas
para mí o a qué lugar te habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me había creado y
diferenciado de los cuadrúpedos y hecho más sabio que las aves del cielo? Mas yo
caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, ¡oh
Dios de mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del mar, y desconfiaba y
desesperaba de hallar la verdad.
Ya había venido a mi lado la madre, fuerte por su piedad,
siguiéndome por mar y tierra, segura de ti en todos los peligros tanto, que hasta en las
tormentas que padecieron en el mar era ella quien animaba a los marineros-siendo así que
suelen ser éstos quienes animan a los navegantes desconocedores del mar cuando se
turban-, prometiéndoles que llegarían con felicidad al término de su viaje, porque así
se lo habías prometido tú en una visión.
Me hallo en grave peligro por mi desesperación de encontrar la
verdad. Sin embargo, cuando le indiqué que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano
católico, no saltó de alegría como quien oye algo inesperado, por estar ya segura de
aquella parte de mi miseria, en la que me lloraba delante de ti corno a un muerto que
había de ser resucitado, y me presentaba continuamente en las andas de su pensamiento
para que tú dijeses al hijo de la viuda: Joven a ti te digo: levántate, y reviviese y
comenzase a hablar y tú lo entregases a su madre.
Ni se turbó su corazón con inmoderada alegría al oír cuánto
se había cumplido ya de lo que con tantas lágrimas te suplicaba todos los días le
concedieras, viéndome, si no en posesión de la verdad, sí alejado de la falsedad. Antes
bien, porque estaba cierta de que le habías de dar lo que restaba -pues 1e habías
prometido concedérselo todo-, me respondió con mucho sosiego y con el corazón lleno de
confianza, que ella creía, en Cristo que antes de salir de esta vida me había de ver
católico fiel.
II,2. (...) cuando me encontraba con él [Ambrosio] solía
muchas veces prorrumpir en alabanzas de ella, felicitándome por tener tal madre,
ignorando él qué hijo tenía ella en mí, que dudaba de todas aquellas cosas y creía
era imposible hallar la verdadera senda de la vida.
4. (...) Oíale, es verdad, predicar al pueblo rectamente la
palabra de la verdad todos los domingos, confirmándome más y más en que podían ser
sueltos los nudos todos de las maliciosas calumnias que aquellos engañadores nuestros
levantaban contra los libros sagrados.
Así que, cuando averigüé que los hijos espirituales, a
quienes has regenerado en el seno de la madre Católica con tu gracia, no entendían
aquellas palabras: Hiciste al hombre a tu imagen, de tal suerte que creyesen o pensasen
que estabas dotado de forma de cuerpo humano-aunque no acertara yo entonces a imaginar,
pero ni aun siquiera a sospechar de lejos, el ser de una sustancia espiritual-, me alegré
de ello, avergonzándome de haber ladrado tantos años no contra la fe católica, sino
contra los engendros de mi inteligencia carnal, siendo impío y temerario por haber dicho
reprendiendo lo que debía haber aprendido preguntando. Porque ciertamente tú -¡oh
altísimo y próximo, secretísimo y presentísimo, en quien no hay miembros mayores ni
menores, sino que estás todo en todas partes, sin que te reduzcas a ningún lugar!- no
tienes ciertamente tal figura corporal, no obstante que hayas hecho al hombre a tu imagen
y desde la cabeza a los pies ocupe éste un lugar.
6. (...) Es verdad que podía sanar creyendo; y de este modo,
purificada más la vista de mi mente, poder dirigirme de algún modo hacia tu verdad,
eternamente estable y bajo ningún aspecto defectible. Mas como suele acontecer al que
cayo en manos de un mal médico, que después recela de entregarse en manos del bueno,
así me sucedía a mí en lo tocante a la salud de mi alma; porque no pudiendo sanar sino
creyendo, por temor de dar en una falsedad, rehusaba ser curado, resistiéndome a tu
tratamiento, tú que has confeccionado la medicina de la fe y has esparcido sobre las
enfermedades del orbe, dándole tanta autoridad y eficacia.
V,7. (...) Después, con mano blandísima y misericordiosísima,
comenzaste, Señor, a tratar y componer poco a poco mi corazón y me persuadiste-al
considerar cuántas cosas creía que no había visto ni a cuya formación había asistido,
como son muchas de las que cuentan los libros de los gentiles; cuántas relativas a los
lugares y ciudades que no había visto; cuántas referentes a los amigos, a los médicos y
a otras clases de hombres que, si no las creyéramos, no podríamos dar un paso en la
vida, y, sobre todo, cuán inconcusamente creía ser hijo de tales padres, cosa que no
podría saber sin dar fe a lo que me habían dicho-.
VI,9. Sentía vivísimos deseos de honores, riquezas y
matrimonio, y tú te reías de mí. Y en estos deseos padecía amarguísimos trabajos,
siéndome tú tanto más propicio cuanto menos consentías que hallase dulzura en lo que
no eras tú. Ve, Señor, mi corazón, tú que quisiste que te recordase y confesase esto.
Adhiérase ahora a ti mi alma, a quien libraste de liga tan tenaz de muerte. ¡Qué
desgraciada era! Y tú la punzabas, Señor, en lo más dolorido de la herida, para que,
dejadas todas las cosas, se convirtiese a ti, que estás sobre todas ellas y sin quien no
existiría absolutamente ninguna; se convirtiese a ti, digo, y fuese curada.
¡Qué miserable era yo entonces y cómo obraste conmigo para
que sintiese mi miseria en aquel día en que-como me preparase a recitar las alabanzas del
emperador, en las que había de mentir mucho, y mintiendo había de ser favorecido de
quienes lo sabían-respiraba anheloso mi corazón con tales preocupaciones y se consumía
con fiebres de pensamientos insanos, cuando al pasar, por una de las calles de Milán
advertí a un mendigo que ya harto, a lo que creo, se chanceaba y divertía! Yo gemí
entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos dolores que nos
acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestro empeños, cuales eran los que
entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi infelicidad,
aguijoneado por mis apetitos, aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra
cosa que una tranquila alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo y a la
que tal vez no llegaríamos nosotros. Porque lo que éste había conseguido con unas
cuantas monedillas de limosna era exactamente a lo que aspiraba yo por tan trabajosos
caminos y rodeos; es a saber: la alegría de una felicidad temporal.
Cierto que la de aquél no era alegría verdadera; pero la que
yo buscaba con mis ambiciones era aún mucho más falsa. Y, desde luego, él estaba alegre
y yo angustiado, él seguro y yo temblando.
10. (...) Muchas cosas dije entonces a este propósito a mis
amigos y muchas veces volvía sobre ellas para ver cómo me iba, y hallaba que me iba mal,
y sentía dolor, y yo mismo me aumentaba el mal, hasta el punto que, si me acaecía algo
próspero, tenía pesar de tomarlo, porque casi antes de tomarlo se me iba de las manos.
X,17. (...) También Nebridio, igualmente que nosotros,
suspiraba e igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de la vida feliz y
escrutador acérrimo de cuestiones dificilísimas.
Eran tres bocas hambrientas que mutuamente se comunicaban el
hambre y esperaban de ti que les dieses comida en el tiempo oportuno. Y en toda amargura
que por tu misericordia se seguía a todas nuestras acciones mundanas, queriendo nosotros
averiguar la causa por que padecíamos tales cosas, nos salían al paso las tinieblas,
apartándonos, gimiendo y clamando: ¿Hasta cuándo estas cosas? Y esto lo decíamos muy a
menudo, pero diciéndolo no dejábamos aquellas cosas, porque no veíamos nada cierto con
que, abandonadas éstas, pudiéramos abrazarnos.
XI,18. Pero, sobre todo, maravillábame de mí mismo, recordando
con todo cuidado cuán largo espacio de tiempo había pasado desde mis diecinueve años,
en que empecé a arder en deseos de la sabiduría, proponiendo, hallada ésta, abandonar
todas las vanas esperanzas y engañosas locuras de las pasiones.
Ya tenía treinta años y todavía me hallaba en el mismo
lodazal, ávido de gozar de los bienes presentes, que huían y me disipaban, en tanto que
decía: «Mañana lo averiguaré; la verdad aparecerá clara y la abrazaré. Fausto está
para venir y lo explicará todo. ¡Oh grandes varones de la Academia!; ¿es cierto que no
podemos comprender ninguna cosa con certeza para la dirección le la vida?».
20. Mientras yo decía esto, y alternaban estos vientos, y
zarandeaban de aquí para allí mi corazón, se pasaba el tiempo, y tardaba en convertirme
al Señor, y difería de día en día vivir en ti, aunque no difería morir todos los
días en mí. Amando la vida feliz temíala donde se hallaba y buscábala huyendo de ella.
Pensaba que había de ser muy desgraciado si me veía privado de las caricias de la mujer
y no pensaba en la medicina de tu misericordia, que sana esta enfermedad, porque no había
experimentado aun y creía que la continencia se conseguía con las propias fuerzas, las
cuales echaba de menos en mí, siendo tan necio que no sabía lo que está escrito de que
nadie es continente si tú no se lo dieres. Lo cual ciertamente tú me lo dieras si
llamase a tus oídos con gemidos interiores y con toda confianza «arrojase en ti mi
cuidado».
XIII,23. Instábaseme solícitamente a que tomase esposa. Ya
había hecho la petición, ya se me había concedido la demanda, sobre todo siendo mi
madre la que principalmente se movía en esto, esperando que una vez casado sería
regenerado por las aguas saludables del bautismo, alegrándose de verme cada día más
apto para éste y que se cumplían con mi fe sus votos y tus promesas.
(...) Con todo, insistíase en el matrimonio y habíase pedido
ya la mano de una niña que aún le faltaban dos años para ser núbil; pero como era del
gusto, había que esperar.
XIV,24. También muchos amigos, hablando y detestando las
turbulentas molestias de la vida humana, habíamos pensado, y casi ya resuelto, apartarnos
de las gentes y vivir en un ocio tranquilo. Este ocio lo habíamos trazado de tal suerte
que todo lo que tuviésemos o pudiésemos tener lo pondríamos en común y formaríamos
con ello una hacienda familiar, de tal modo que en virtud de la amistad no hubiera cosa de
éste ni de aquél, sino que de lo de todos se haría una cosa, y el conjunto sería de
cada uno y todas las cosas de todos.
Seríamos como unos diez hombres los que habíamos de formar tal
sociedad, algunos de ellos muy ricos, como Romaniano, nuestro conmunícipe, a quien
algunos cuidados graves de sus negocios le habían traído al Condado, muy amigo mío
desde niño, y uno de los que más instaban en este asunto, teniendo su parecer mucha
autoridad por ser su capital mucho mayor que el de los demás. Y habíamos convenido en
que todos los años, se nombrarían dos que, como magistrados, nos procurasen todo lo
necesario, estando los demás quietos. Pero cuando se empezó a discutir si vendrían en
ello o no las mujeres que algunos tenían ya y otros las queríamos tener, todo aquel
proyecto tan bien formado se desvaneció entre las manos, se hizo pedazos y fue desechado.
De aquí vuelta otra vez a nuestros suspiros y gemidos y a
caminar por las anchas y trilladas sendas del siglo, porque había en nuestro corazón
muchos pensamientos, mas tu consejo permanece eternamente. Y por este consejo te reías
tú de los nuestros y preparabas el cumplimiento de los tuyos, a fin de darnos el alimento
que necesitábamos en el tiempo oportuno y, abriendo la mano, llenarnos de bendición.
XV,25. Entre tanto multiplicábanse mis pecados, y, arrancada de
mi lado, como un impedimento para el matrimonio, aquella con quien yo solía partir mi
lecho, mi corazón, sajado por aquella parte que le estaba pegado, me había quedado
llagado y manaba sangre. Ella, en cambio, vuelta al Africa, te hizo voto, Señor, de no
conocer otro varón, dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido con
ella.
Mas yo, desgraciado, incapaz de imitar a esta mujer, y no
pudiendo sufrir la dilación de dos años que habían de pasar hasta recibir por esposa a
la que había pedido-porque no era yo amante del matrimonio, sino esclavo de la
sensualidad-, me procuré otra mujer, no ciertamente en calidad de esposa, sino para
sustentar y conducir íntegra o aumentada la enfermedad de mi alma bajo la guarda de mi
ininterrumpida costumbre al estado del matrimonio.
Pero no por eso sanaba aquella herida mía que se había hecho
al arrancarme de la primera mujer, sino que después de un ardor y dolor agudísimos
comenzaba a corromperse, doliendo tanto más desesperadamente cuanto más se iba
enfriando.
XVI,26. (...) ¡Oh caminos tortuosos! ¡Mal haya al alma audaz
que esperó, apartándose de ti, hallar algo mejor! Vueltas y más vueltas, de espaldas,
de lado y boca abajo, todo lo halla duro, porque sólo tú eres su descanso. Mas luego te
haces presente, y nos libras de nuestros miserables errores, y nos pones en tu camino, y
nos consuelas, y dices: «Corred, yo os llevaré y os conduciré, y todavía allí yo os
llevaré».
LIBRO SÉPTIMO
I,1. Ya era muerta mi adolescencia mala y nefanda y entraba en
la juventud, siendo cuanto mayor en edad tanto más torpe en vanidad, hasta el punto de no
poder concebir una sustancia que no fuera tal cual la que se puede percibir por los ojos.
Cierto que no te concebía, Dios mío, en figura de cuerpo
humano desde que comencé a entender algo de la sabiduría; de esto huí siempre y me
alegraba de hallarlo así en la fe de nuestra Madre espiritual, tu Católica; pero no se
me ocurría pensar otra cosa de ti. Y aunque hombre ¡y tal hombre!, esforzábame por
concebirte como el sumo, y el único, y verdadero Dios; y con toda mi alma te creía
incorruptible, inviolable inconmutable, porque sin saber de dónde ni cómo, veía
claramente y tenía por cierto que lo corruptible es peor que lo que no lo es, y que lo
que puede ser violado ha de ser pospuesto sin vacilación a lo que no puede serlo, y que
lo que no sufre mutación alguna es mejor que lo que puede sufrirla.
Clamaba violentamente mi corazón contra todas estas
imaginaciones mías y me esforzaba por ahuyentar como con un golpe mano aquel enjambre de
inmundicia que revoloteaba en torno a mi mente, y que apenas disperso, en un abrir y
cerrar de ojos, volvía a formarse de nuevo para caer en tropel sobre mi vista anublarla,
a fin de que si no imaginaba que aquel Ser incorruptible, inviolable e inconmutable, que
yo prefería a todo lo corruptible, violable y mudable, tuviera forma de cuerpo humano, me
viera precisado al menos a concebirle como algo corpóreo que se extiende por los espacios
sea infuso en el mundo, sea difuso fuera del mundo y por el infinito. Porque a cuanto
privaba yo de tales espacios parecíame que era nada, absolutamente nada, ni aun siquiera
el vacío, como cuando se quita un cuerpo de un lugar, que permanece el lugar vacío de
todo cuerpo, sea terrestre, húmedo, aéreo o celeste, pero al fin un lugar vacío, como,
una nada extendida.
2. Así, pues, «encrasado mi corazón», y ni aun siquiera a
mí mismo transparente, creía que cuanto no se extendiese por determinados espacios, o no
se difundiese, o no se juntase, o no se hinchase, o no tuviese o no pudiese tener algo de
esto, era absolutamente nada. Porque cuales eran las formas por las que solían andar mis
ojos, tales eran las imágenes por las que marchaba mi espíritu. Ni veía que la misma
facultad con que formaba yo tales imágenes no era algo semejante, no obstante que no
pudiera formarlas si no fuera alguna cosa grande.
Y así, aun a ti, vida de mi vida, te imaginaba como un Ser
grande extendido por los espacios infinitos que penetraba por todas partes toda la mole
del mundo, y fuera de ellas, en todas las direcciones, la inmensidad sin término; de modo
que te poseyera la tierra, te poseyera el cielo y te poseyeran todas las cosas y todas
terminaran en ti, sin terminar tú en ninguna parte. Sino que, así como el cuerpo del
aire-de este aire que está sobre la tierra-no impide que pase por él la luz del sol,
penetrándolo, no rompiéndolo ni rasgándolo, sino llenándolo totalmente, así creía yo
que no solamente el cuerpo del cielo y del aire, y del mar, sino también el de la tierra,
te dejaban paso y te eran penetrables en todas partes, grandes y pequeñas, para recibir
tu presencia, que con secreta inspiración gobierna interior y exteriormente todas las
cosas que has creado. De este modo discurría yo por no poder pensar otra cosa; mas ello
era falso. Porque si fuera de ese modo, la parte mayor de la tierra tendría mayor parte
de ti, y menor la menor. Y de tal modo estarían todas las cosas llenas de ti, que el
cuerpo del elefante ocuparía tanto más de tu Ser que el cuerpo del pajarillo, cuanto
aquél es más grande que éste y ocupa un lugar mayor; y así, dividido en partículas,
estarías presente, a las partes grandes del mundo, en partes grandes, y pequeñas a las
pequeñas, lo cual no es así. Pero entonces aún no habías iluminado mis tinieblas.
II,3. Me bastaba, Señor, contra aquellos engañados
engañadores y mudos charlatanes-porque no sonaba en su boca tu palabra-, bastábame,
ciertamente, el argumento que desde antiguo, estando aún en Cartago, solía proponer
Nebridio, y que todos los que le oímos entonces quedamos impresionados.
«¿Qué podía hacer contra ti-decía-aquella no sé qué raza
de tinieblas que los maniqueos suelen oponer como una masa contraria a ti, si tú, no
hubieras querido pelear contra ella?»
III,4. Pero tampoco yo, aun cuando afirmaba y creía firmemente
que tú, nuestro Señor y Dios verdadero, creador de nuestras almas y de nuestros cuerpos,
y no sólo de nuestras almas y de nuestros cuerpos, sino también de todos los seres y
cosas, eras incontaminable, inalterable y bajo ningún concepto mudable, tenía por
averiguada y explicada la causa del mal. Sin embargo, cualquiera que ella fuese, veía que
debía burcarse de modo que no me viera obligado por su causa a creer mudable a Dios
inmutable, no fuera que llegara a ser yo mismo lo que buscaba.
Así, pues, buscaba aquélla, mas estando seguro y cierto de que
no era verdad lo que decían aquéllos [los maniqueos], de quienes huía con toda el alma,
porque los veía buscando el origen del mal repletos de malicia, a causa de la cual
creían antes a tu sustancia capaz de padecer el mal, que no a la suya capaz de obrarle.
5. Ponía atención en comprender lo que había oído de que el
libre albedrío de la voluntad es la causa del mal que hacemos, y tu recto juicio, del que
padecemos; pero no podía verlo con claridad. Y así, esforzándome por apartar de este
abismo la mirada de mi mente, me hundía de nuevo en él, e intentando salir de él
repetidas veces, otras tantas me volvía a hundir.
Porque levantábame hacia tu luz el ver tan claro que tenía
voluntad como que vivía; y así, cuando quería o no quería alguna cosa, estaba
certísimo de que era yo y no otro el que quería o no quería; y ya casi, casi me
convencía de que allí estaba la causa del pecado; y en cuanto a lo que hacía contra
voluntad, veía que más era padecer que obrar, y juzgaba que ello no era culpa, sino
pena, por la cual confesaba ser justamente castigado por ti, a quien tenía por justo.
Pero de nuevo decía: «¿Quién me ha hecho a mí? ¿Acaso no
ha sido Dios, que es no sólo bueno, sino la misma bondad? ¿De dónde, pues, me ha venido
el querer el mal y no querer el bien? ¿Es acaso para que yo sufra las penas merecidas?
¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma esta semilla de amargura, siendo
hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor, ¿de dónde procede el
diablo? Y si éste de ángel bueno se ha hecho diablo por su voluntad, ¿de dónde le
viene a él la mala voluntad por la que es demonio, siendo todo él hechura de un creador
bonísimo?»
Con estos pensamientos me volvía a deprimir y ahogar, si bien
no era ya conducido hasta aquel infierno del error donde nadie te confiesa, al juzgar más
fácil que padezcas tú el mal, que no sea el hombre el que lo ejecuta.
IV,6. Así, pues empeñábame por hallar las demás cosas, como
ya había hallado que lo incorruptible es mejor que lo corruptible, y por eso confesaba
que tú, fueses lo que fueses, debías ser incorruptible. Porque nadie ha podido ni podrá
jamás concebir cosa mejor que tú, que eres el bien sumo y excelentísimo. Ahora bien:
siendo certísimo y verdaderísimo que lo incorruptible debe ser antepuesto a lo
corruptible, como yo entonces lo anteponía, podía ya con el pensamiento concebir algo
mejor que mi Dios, si tú no fueras incorruptible (...).
V,7. (...) ¿De dónde, pues, procede éste, puesto que Dios,
bueno, hizo todas las cosas buenas: el Mayor y Sumo bien, los bienes menores; pero Criador
y criaturas, todos buenos? ¿De dónde viene el mal? ¿Acaso la materia de donde las sacó
era mala y la formó y ordenó, sí, mas dejando en ella algo que no convirtiese en bien?
¿Y por qué esto? ¿Acaso siendo omnipotente era, sin embargo, impotente para convertirla
y mudarla toda, de modo que no quedase en ella nada de mal? Finalmente, ¿por qué quiso
servirse de esta materia para hacer algo y no más bien usar de su omnipotencia para
destruirla totalmente? ¿O podía ella existir contra su voluntad? Y si era eterna, ¿Por
qué la dejó por tanto tiempo estar por tan infinitos espacios de tiempo para atrás y le
agradó tanto después de servirse de ella para hacer alguna cosa? O ya que repentinamente
quiso hacer algo, ¿no hubiera sido mejor, siendo omnipotente, hacer que no existiera
aquélla, quedando él solo, bien total, verdadero, sumo e infinito? Y si no era justo
que, siendo él bueno, no fabricase ni produjese algún bien, ¿por qué, quitada de
delante y aniquilada aquella materia que era mala, no creó otra buena de donde sacase
todas las cosas? Porque no sería omnipotente si no pudiera crear algún bien sin ayuda de
aquella materia que él no había creado».
Tales cosas revolvía yo en mi pecho, apesadumbrado con los
devoradores cuidados de la muerte y de no haber hallado la verdad. Sin embargo, de modo
estable se afincaba en mi corazón, en orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo,
Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en muchos puntos y como fluctuando fuera de
la norma de doctrina; mas con todo, no la abandonaba ya mi alma, antes cada día se
empapaba más y más en ella.
VI,8. Asimismo había rechazado ya las engañosas predicciones e
impíos delirios de los matemáticos.
¡Confiésete, por ello, Dios mío, tus misericordias desde lo
más íntimo de mis entrañas! (...) sólo tu procuraste remedio a aquella terquedad mía
con que me oponía a Vindiciano, anciano sagaz, y a Nebridio, joven de un alma admirable,
los cuales afirmaban-el uno con firmeza, el otro con alguna duda, pero frecuentemente-que
no existía tal arte de predecir las cosas futuras y que las conjeturas de los hombres
tienen muchas veces la fuerza de la suerte, y que diciendo muchas cosas acertaban a decir
algunas que habían de suceder sin saberlo los mismos que las decían, acertando a fuerza
de hablar mucho.
VII,11. Ya me habías sacado, Ayudador mío, de aquellas
ligaduras; y aunque buscaba el origen del mal y no hallaba su solución, mas no permitías
ya que las olas de mi razonamiento me apartasen de aquella fe por la cual creía que
existes, que tu sustancia es inconmutable, que tienes providencia de los hombres, que has
de juzgarles a todos y que has puesto el camino de la salud humana, en orden a aquella
vida que ha de sobrevenir después de la muerte, en Cristo, tu hijo y Señor nuestro, y en
las Santas Escrituras, que recomiendan la autoridad de tu Iglesia católica.
Puestas, pues, a salvo estas verdades y fortificadas de modo
inconcuso en mi alma, buscaba lleno de ardor de dónde venía el mal. Y ¡qué tormentos
de parto eran aquellos de mi corazón!, ¡qué gemidos, Dios mío! Allí estaban tus
oídos y yo no lo sabía. Y como en silencio te buscara yo fuertemente, grandes eran las
voces que elevaban hacia tu misericordia las tácitas contriciones de mi alma.
Tú sabes lo que yo padecía, no ninguno de los hombres. Porque
¿cuánto era lo que mi lengua comunicaba a los oídos de mis más íntimos familiares?
¿Acaso percibían ellos todo el tumulto de mi alma, para declarar el cual no bastaban ni
el tiempo ni la palabra? Sin embargo, hacia tus oídos se encaminaban todos los rugidos de
los gemidos de mi corazón y ante ti estaba mi deseo; pero no estaba contigo la lumbre de
mis ojos, porque ella estaba dentro y yo fuera; ella no ocupaba lugar alguno y yo fijaba
mi atención en las cosas que ocupan lugar, por lo que no hallaba en ellas lugar de
descanso ni me acogían de modo que pudiera decir: «¡Basta! ¡Está bien!»; ni me
dejaban volver adonde me hallase suficientemente bien. Porque yo era superior a estas
cosas, aunque inferior a ti; y tú eras gozo verdadero para mí sometido a ti, así como
tú sujetaste a mí las cosas que criaste inferiores a mí. Y éste era el justo
temperamento y la región media de mi salud: que permaneciese a imagen tuya y,
sirviéndote a ti, dominase mi cuerpo. Mas habiéndome yo levantado soberbiamente contra
ti y corrido contra el Señor con la cerviz crasa de mi escudo, estas cosas débiles se
pusieron también sobre mí y me oprimían y no me dejaban un momento de descanso ni de
respiración.
VIII,12. Pero tú, Señor, permaneces eternamente y no te aíras
eternamente contra nosotros, porque te compadeciste de la tierra y ceniza y fue de tu
agrado reformar nuestras deformidades. Tú me aguijoneabas con estímulos interiores para
que estuviese impaciente hasta que tú me fueses cierto por la mirada interior. Y bajaba
mi hinchazón gracias a la mano secreta de tu medicina; y la vista de mi mente, turbada y
obscurecida, iba sanando de día en día con el fuerte colirio de saludables dolores.
IX,13. Y primeramente, queriendo tú mostrarme cuánto resistes
a los soberbios y das tu gracia a los humildes y con cuánta misericordia tuya ha sido
mostrada a los hombres la senda de la humildad, por haberse hecho carne tu Verbo y haber
habitado entre los hombres, me procuraste, por medio de un hombre hinchado con
monstruosísima soberbia, ciertos libros de los platónicos, traducidos del griego al
latín.
Y en ellos leí-no ciertamente con estas palabras, pero sí
sustancialmente lo mismo, apoyado con muchas y diversas razones-que en el principio era el
Verbo, y el Verbo estaba en Dios. Y Dios era el Verbo, Este estaba desde el principio en
Dios. Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él no se ha hecho nada. Lo que se ha
hecho es vida en él; y la vida era luz de los hombres, y la luz luce en las tinieblas,
mas las tinieblas no la comprendieron. Y que el alma del hombre, aunque da testimonio de
la luz, no es la luz, sino el Verbo, Dios; ése es la luz verdadera que ilumina a todo
hombre que viene a este mundo. Y que en este mundo estaba, y que el mundo es hechura suya,
y que el mundo no le reconoció.
Mas que el vino a casa propia y los suyos no le recibieron, y
que a cuantos le recibieron les dio potestad de hacerse hijos de Dios creyendo en su
nombre, no lo leí allí.
14. También leí allí que el Verbo, Dios, no nació de carne
ni de sangre, ni por voluntad de varón, ni por voluntad de carne, sino de Dios. Pero que
el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, no lo leí allí.
Igualmente hallé en aquellos libros, dicho de diversas y
múltiples maneras, que el Hijo tiene la forma del Padre y que no fue rapiña juzgarse
igual a Dios por tener la misma naturaleza que él. Pero que se anonadó a sí mismo,
tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reconocido por tal por su modo
de ser; y que se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo
que Dios le exaltó de entre muertos y le dio un nombre sobre todo nombre, para que al
nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los infiernos y
toda lengua confiese que el Señor Jesús está en la gloria de Dios Padre, no lo dicen
aquellos libros.
Allí se dice también que antes de todos los tiempos, y por
encima de todos los tiempos, permanece inconmutablemente tu Hijo unigénito, coeterno
contigo, y que de su plenitud reciben las almas para ser felices y que por la
participación de la sabiduría permanente en sí son renovadas para ser sabias. Pero que
murió, según el tiempo, por los impíos y que no perdonaste a tu Hijo único, sino que
le entregaste por todos nosotros, no se halla allí. Porque tú escondiste estas cosas a
los sabios y las revelaste a los pequeñuelos, a fin de que los trabajados y cargados
viniesen a él y les aliviase, porque es manso y humilde de corazón, y dirige a los
mansos en justicia y enseña a los pacíficos sus caminos, viendo nuestra humildad y
nuestro trabajo y perdonándonos todos nuestros pecados.
Mas aquellos que, elevándose sobre el coturno de una doctrina,
digamos más sublime, no oyen al que les dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, aunque conozcan a Dios no le
glorifican como a Dios y le dan gracias, antes desvanécense con sus pensamientos y
obscuréceseles su necio corazón, y diciendo que son sabios se hacen necio.
15. (...) Dijiste a los atenienses por boca de tu Apóstol que
en ti vivimos, nos movemos y somos, como algunos de los tuyos dijeron, y ciertamente de
allí eran aquellos libros. Mas no puse los ojos en los ídolos de los egipcios, a quienes
ofrecían tu oro los que mudaron la verdad de Dios en mentira y dieron culto y sirvieron a
la criatura más bien que al creador.
X,16. Y, amonestado de aquí a volver a mí mismo, entre en mi
interior guiado por ti; y púdelo hacer porque tú te hiciste mi ayuda. Entré y vi con el
ojo de mi alma, comoquiera que él fuese, sobre el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente,
una luz inconmutable.
(...) ¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada
eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y cuando por vez primera te
conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver y que aún no
estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus
rayos con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba
lejos de ti en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: Manjar soy
de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino
tú te mudarás en mí.
XI,17. Y miré las demás cosas que están por bajo de ti, y vi
que ni son en absoluto ni absolutamente no son. Son ciertamente, porque proceden de ti;
mas no son, porque no son lo que eres tú, y sólo es verdaderamente lo que permanece
inconmutable. Mas para mí el bien está en adherirme a Dios, porque, si no permanezco en
él, tampoco podré permanecer en mí. Mas él, permaneciendo en sí mismo, renueva todas
las cosas; y tú eres mi Señor, porque no necesitas de mis bienes.
XII,18. También se me dio a entender que son buenas las cosas
que se corrompen, las cuales no podrían corromperse si fuesen sumamente buenas, como
tampoco lo podrían si no fuesen buenas; porque si fueran sumamente buenas, serían
incorruptible y si no fuesen buenas, no habría en ellas qué corromperse. Porque la
corrupción daña, y no podría dañar si no disminuyese lo bueno. Luego o la corrupción
no daña nada, lo que no es posible, o, lo que es certísimo, todas las cosas que se
corrompen son privadas de algún bien. Por donde, si fueren privadas de todo bien, no
existirían absolutamente; luego si fueren y no pudieren ya corromperse, es que son
mejores que antes, porque permanecen ya incorruptibles. ¿Y puede concebirse cosa más
monstruos que decir que las cosas que han perdido todo lo bueno se han hecho mejores?
Luego las que fueren privadas de todo bien quedarán reducidas a la nada. Luego en tanto
que son en tanto son buenas. Luego cualesquiera que ellas sean, son buenas, y el mal cuyo
origen buscaba no es sustancia ninguna, porque si fuera sustancia sería un bien, y esto
había de ser sustancia incorruptible-gran bien ciertamente-o sustancia corruptible, la
cual, si no fuese buena, no podría corromperse.
Así vi yo y me fue manifestado que tú eras el autor de todos
los bienes y que no hay en absoluto sustancia alguna que no haya sido creada por ti. Y
porque no hiciste todas las cosas iguales, por eso todas ellas son, porque cada una por
sí es buena y todas juntas muy buenas, porque nuestro Dios hizo todas las cosas buenas en
extremo.
XV,21. Y miré las otras cosas y vi que te son deudoras, porque
son; y que en ti están todas las finitas, aunque de diferente modo, no como en un lugar,
sino por razón de sostenerlas todas tú, con la mano de la verdad, y que todas son
verdaderas en cuanto son, y que la falsedad no es otra cosa que tener por ser lo que no
es.
También vi que no sólo cada una de ellas dice conveniencia con
sus lugares, sino también con sus tiempos, y que tú, que eres el solo eterno, no has
comenzado a obrar después de infinitos espacios de tiempo, porque todos los espacios de
tiempo-pasados y futuros-no podrían pasar ni venir sino obrando y permaneciendo tú.
XVI,22. Y conocí por experiencia que no es maravilla sea al
paladar enfermo tormento aun el pan, que es grato para el sano, y que a los ojos enfermos
sea odiosa la luz, que a los puros es amable. También desagrada a los inicuos tu justicia
mucho más que la víbora y el gusano, que tú criaste buenos y aptos para la parte
inferior de tu creación, con la cual los mismos inicuos dicen aptitud, y tanto más
cuanto más desemejantes son de ti, así como son más aptos para la superior cuanto te
son más semejantes.
E indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera
sustancia, sino la perversidad de una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que
eres tú, ¡oh Dios!, y se inclina a las cosas ínfimas, y arroja sus intimidades, y se
hincha por de fuera.
XVIII,24. Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me
hiciese idóneo para gozarte; ni había de hallarla sino abrazándome con el Mediador
entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas Dios
bendito por los siglos, el cual clama y dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, y el
alimento mezclado con carne (que yo no tenía fuerzas para tomar), por haberse hecho el
Verbo carne, a fin de que fuese amamantada nuestra infancia por la Sabiduría, por la cual
creaste todas las cosas.
Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi
Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza.
XXI,27. Así, pues, cogí avidísimamente las venerables
Escrituras de tu Espíritu, y con preferencia a todos, al apóstol Pablo. Y perecieron
todas aquellas cuestiones en las cuales me pareció algún tiempo que se contradecía a
sí mismo y que el texto de sus discursos no concordaba con los testimonios de la Ley y de
los Profetas, y apareció uno a mis ojos el rostro de los castos oráculos y aprendí a
alegrarme con temblor.
Y comprendí y hallé que todo cuanto de verdadero había yo
leído allí, se decía aquí realzado con tu gracia, para que el que ve no se gloríe,
como si no hubiese recibido, no ya de lo que ve, sino también del poder ver. (...)
(...) Todas estas cosas se me entraban por las entrañas por
modos maravillosos cuando leía al menor de tus apóstoles y consideraba tus obras, y me
sentía espantado, fuera de mí.
LIBRO OCTAVO
I,1. ¡Dios mío!, que yo te recuerde en acción de gracias y
confiese tus misericordias sobre mí. Que mis huesos se empapen de tu amor y digan:
Señor: ¿quién semejante a ti ?. Rompiste mis ataduras; sacrifíquete yo un sacrificio
de alabanza. Contaré cómo las rompiste, y todos los que te adoran dirán cuando lo
oigan: Bendito sea el Señor, en el cielo y en la tierra, grande y admirable es el nombre
suyo.
Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por
todas partes me veía cercado por ti. Cierto estaba de tu vida eterna, aunque no la viera
más que en enigma y como en espejo, y así no tenía ya la menor duda sobre la sustancia
incorruptible, por proceder de ella toda sustancia; ni lo que deseaba era estar más
cierto de ti, sino más estable en ti.
En cuanto a mi vida temporal, todo eran vacilaciones, y debía
purificar mi corazón de la vieja levadura, y hasta me agradaba el camino - el Salvador
mismo -; pero tenía pereza de caminar por sus estrecheces.
Tú me inspiraste entonces la idea - que me pareció excelente -
de dirigirme a Simpliciano, que aparecía a mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que
brillaba tu gracia. Había, oído también de él que desde su juventud vivía
devotísimamente y como entonces era ya anciano, parecíame que en edad tan larga,
empleada en el estudio de tu vida estaría muy experimentado y muy instruido en muchas
cosas, y verdaderamente, así era. Por eso quería yo conferir con él mis inquietudes,
para que me indicase qué método de vida sería el más a propósito en aquel estado de
ánimo en que yo me encontraba para caminar por tu senda.
2. Porque veía yo llena a tu Iglesia y que uno iba por un
camino y otro por otro. En cuanto a mí, disgustábame lo que hacía en el siglo y me era
ya carga pesadísima, no encendiéndome ya, como solían, los apetitos carnales, con la
esperanza de honores y riquezas, a soportar servidumbre tan pesada; porque ninguna de
estas cosas me deleitaba ya en comparación de tu dulzura y de la hermosura de tu casa,
que ya amaba, mas sentíame todavía fuertemente ligado a la mujer; y como el Apóstol no
me prohibía casarme, bien que me exhortara a seguir lo mejor al desear vivísimamente que
todos los hombres fueran como él, yo ,como más flaco, escogía el partido más fácil, y
por esta causa me volvía tardo en las demás cosas y me consumía con agotadores cuidados
por verme obligado a reconocer en aquellas cosas que yo no quería padecer algo inherente
a la vida conyugal, a la cual entregado me sentía ligado.
Había oído de boca de la Verdad que hay eunucos que se han
mutilado a sí mismos por el reino de los cielos, bien que añadió que lo haga quien
pueda hacerlo . Vanos son ciertamente todos los hombres en quienes no existe la ciencia de
Dios, y que por las cosas que se ven, no pudieron hallar al que es. Pero ya había salido
de aquella vanidad y 1a había traspasado, y por el testimonio de la creación entera te
había hallado a ti, Creador nuestro, y a tu Verbo, Dios en ti y contigo un solo Dios, por
quien creaste todas las cosas.
Otro género de impíos hay: el de los que, conociendo a Dios,
no le glorificaron como a tal o le dieron gracias. También había caído yo en él; mas
tu diestra me recibió y me sacó de él y me puso en que pudiera convalecer, porque tú
has dicho al hombre: He aquí que la piedad es la sabiduría y No quieras parecer sabio,
porque los que se dicen ser sabios son vueltos necios.
Ya había hallado yo, finalmente , la margarita preciosa, que
debía comprar con la venta de todo. Pero vacilaba.
II,3. Me encaminé, pues, a Simpliciano, padre de la colación
de la gracia bautismal del entonces obispo Ambrosio, a quien éste amaba verdaderamente
como a padre. Contéle los asendereados pasos de mi error; mas cuando le dije haber leído
algunos libros de los platónicos, que Victorino, retórico en otro tiempo de la ciudad de
Roma - y del cual había oído decir que había muerto cristiano -, había vertido a la
lengua latina, me felicitó por no haber dado con las obras de otros filósofos, llenas de
falacias y engaños, según los elementos de este mundo, sino con éstos en los cuales se
insinúa por mil modos a Dios y su Verbo.
Luego, para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida los
sabios y revelada a los pequeñuelos, me recordó al mismo Victorino, a quien él había
tratado muy familiarmente estando en Roma, y de quien me refirió lo que no quiero pasar
en silencio. Porque encierra gran alabanza de tu gracia, que debe serte confesada, el modo
como este doctísimo anciano - peritísimo en todas las disciplinas liberales y que había
leído y juzgado tantas obras de filósofos -, maestro de tantos nobles senadores, que en
premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano
(cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por el sumo) ; venerador hasta aquella edad
de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios, a los cuales se inclinaba
entonces casi toda la hinchada nobleza :romana, mirando propicios ya «a los dioses
monstruos de todo género y a Anubis el ladrador» , que en otro tiempo «habían estado
en armas contra Neptuno y Venus y contra Minerva», y a quienes, vencidos, la misma Roma
les dirigía súplicas ya, a los cuales tantos años este mismo anciano Victorino había
defendido con voz aterradora, no se avergonzó de ser siervo de tu Cristo e infante de tu
fuente, sujetando su cuello al yugo de la humildad y sojuzgando su frente al oprobio de la
cruz.
4. ¡Oh Señor, Señor!, que inclinaste los cielos y
descendiste, tocaste los montes y humearon, ¿de qué modo te insinuaste en aquel
corazón?
Leía - al decir de Simpliciano - la Sagrada Escritura e
investigaba y escudriñaba curiosísimamente todos los escritos cristianos, y decía a
Simpliciano, no en público, sino muy en secreto y familiarmente: «¿Sabes que ya soy
cristiano?» A lo cual respondía aquél: «No lo creeré ni te contaré entre los
cristianos mientras no te vea, en la Iglesia de Cristo». A lo que éste replicaba
burlándose: «Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos? » Y
esto de que «ya era cristiano» lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras
tantas Simpliciano, oponiéndole siempre aquél «la burla de las paredes» .
Y era que temía ofender a sus amigos, soberbios adoradores de
los demonios, juzgando que desde la cima de su babilónica dignidad, como cedros del
Líbano aún no quebrantados por el Señor, habían de caer sobre él sus terribles
enemistades.
Pero después que, leyendo y suplicando ardientemente, se hizo
fuerte y temió ser «negado por Cristo delante de sus ángeles si él temía confesarle
delante de los hombres y le pareció que era hacerse reo de un gran crimen avergonzarse de
«los sacramentos de humildad» de tu Verbo, no avergonzándose de «los sagrados
sacrilegios» de los soberbios demonios, que él, imitador suyo y soberbio, había
recibido, se avergonzó de aquella vanidad y se sonrojó ante la verdad, y de pronto e
improviso dijo a Silmpliciano, según éste mismo contaba: «Vamos a la iglesia; quiero
hacerme cristiano.» Este, no cabiendo en sí de alegría, fuese con él, quien, una vez
instruido en los primeros sacramentos de la religión, «dio su nombre para ser» - no
mucho después - regenerado por el bautismo, con admiración de Roma y alegría de la
Iglesia. Veíanle los soberbios y llenábanse de rabia, rechinaban sus dientes y se
consumían; mas tu siervo había puesto en el Señor Dios su esperanza y no atendía a las
vanidades y locuras engañosas.
5. Por último, cuando llegó la hora de hacer la profesión de
fe (que en Roma suele hacerse por los que van a recibir tu gracia en presencia del pueblo
fiel con ciertas y determinadas palabras retenidas de memoria y desde un lugar eminente),
ofrecieron los sacerdotes a Victorino - decía aquél [Simpliciano]- que la recitase en
secreto, como solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la
vergüenza. Mas él prefirió confesar su salud en presencia de la plebe santa. Porque
ninguna salud había en la retórica que enseñaba, y, sin embargo, la había profesado
públicamente. ¡Cuánto menos, pues, debía temer ante tu mansa grey pronunciar tu
palabra, él que no había temido a turbas de locos en sus discursos!
Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión,
todos, unos a otros, cada cual según le iba conociendo, murmuraban su nombre con un
murmullo de gratulación - y ¿quién a allí que no le conociera? - y un grito reprimido
salió de la boca de todos los que con él se alegraban: «Victorino, Victorino.» Presto
gritaron por la alegría de verle, mas presto callaron por el deseo de oírle. Hizo la
profesión de la verdadera fe con gran entereza, y todos querían arrebatarle dentro de
sus corazones, y realmente le arrebataban amándole y gozándose de él, que éstas eran
las manos de los que le arrebataban.
III,6. ¡Dios bueno!, ¿ qué es lo que pasa en el hombre para
que se alegre más de la salud de un alma desahuciada y salvada del mayor peligro que si
siempre hubiera ofrecido esperanzas o no hubiera sido tanto el peligro? También tu, Padre
misericordioso, te gozas más de un penitente que de noventa y nueve justos que no tienen
necesidad de penitencia; y nosotros oímos con grande alegría el relato de la oveja
descarriada, que es devuelta al redil en los alegres hombros del Buen Pastor ", y el
de la dracma, que es repuesta en tus tesoros después de los parabienes de las vecinas a
la mujer que la halló . Y lágrimas arranca de nuestros ojos el júbilo de la solemnidad
de tu casa cuando se lee en ella de tu hijo menor que era muerto y revivió, había
perecido y fue hallado.
Y es que tú te gozas en nosotros y en tus ángeles, santos por
la santa caridad, pues tú eres siempre el mismo, por conocer del mismo modo y siempre las
cosas que no son siempre ni del mismo modo.
7. Pero ¿ qué ocurre en el alma para que ésta se alegre más
con las cosas encontradas o recobradas, y que ella estima, que si siempre las hubiera
tenido consigo? Porque esto mismo testifican las demás cosas y llenas están todas ellas
de testimonios que claman: «Así es.»
Triunfa victorioso el emperador, y no venciera si no peleara;
mas cuanto mayor fue el peligro de la batalla, tanto mayor es el gozo del triunfo.
Combate una tempestad a los navegantes y amenaza tragarlos, y
todos palidecen ante la muerte que les espera; serénanse el cielo y la mar, y alégranse
sobremanera, porque temieron sobremanera.
Enferma una persona amiga y su pulso anuncia algo fatal, y todos
los que la quieren sana enferman con ella en el alma; sale del peligro, y aunque todavía
no camine con las fuerzas de antes, hay ya tal alegría entre ellos como no la hubo antes,
cuando andaba sana y fuerte.
Aun los mismos deleites de la vida humana, ¿no los sacan los
hombres de ciertas molestias, no impensadas y contra voluntad, sino buscadas y queridas?
Ni en la comida ni en la bebida hay placer si no precede la molestia del hambre y de la
sed. Y los mismos bebedores de vino, ¿no suelen comer antes alguna cosa salada que les
cause cierto ardor molesto, el cual, al ser apagado con la bebida, produce deleite? Y cosa
tradicional es entre nosotros que las desposadas no sean entregadas inmediatamente a sus
esposos, para que no tenga a la que se le da por cosa vil, como marido, por no haberla
suspirado largo tiempo Como novio .
8. Y esto mismo acontece con el deleite torpe y execrable, esto
con el lícito y permitido, esto con la sincerísima honestidad de la amistad, y esto lo
que sucedió con aquel que era muerto y revivió, se había perdido y fue hallado, siendo
siempre la mayor alegría precedida de mayor pena .
¿Qué es esto, Señor, Dios mío? ¿En qué consiste que,
siendo tú gozo eterno de ti mismo y gozando siempre de ti algunas criaturas que se hallan
junto a ti, se halle esta parte inferior del mundo sujeta a alternativas de adelantos y
retrocesos, de uniones y separaciones? ¿Es acaso éste su modo de ser y lo único que le
concediste cuando desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de la tierra,
desde el principio de los tiempos hasta el fin de los siglos, desde el ángel hasta el
gusanillo y desde el primer movimiento hasta el postrero, ordenaste todos los géneros de
bienes y todas tus obras justas, ¡cada una en su propio lugar y tiempo?
¡Ay de mí! ¡Cuán elevado eres en las alturas y cuán
profundo en los abismos! A ninguna parte te alejas y, sin embargo, apenas si logramos
volvernos a ti.
IV,9. Ea, Señor, manos a la obra; despiértanos y vuelve a
llamarnos, enciéndenos y arrebátanos, derrama tus fragancias y sénos dulce: amenos,
corramos.
¿No es cierto que muchos se vuelven a ti de un abismo de
ceguedad más profundo aún que el de Victorino, y se acercan a ti y son iluminados,
recibiendo aquella luz, con la cual, quienes la reciben, juntamente reciben la potestad de
hacerse hijos tuyos?
Mas si éstos son poco conocidos de los pueblos, poco se gozan
de ellos aun los mismos que les conocen; pero cuando el gozo es de muchos, aun en los
particulares es más abundante, por enfervorizarse y encenderse unos con otros.
A más de esto, los que son conocidos de muchos sirven a muchos
de autoridad en orden a la salvación, yendo delante de muchos que los han de seguir;
razón por la cual se alegran mucho de tales convertidos aun los mismos que les han
precedido, por no alegrarse de ellos solos.
Lejos de mí pensar que sean en tu casa más aceptas las
personas de los ricos que las de los pobres y las de los nobles más que las de los
plebeyos, cuando más bien elegiste las cosas débiles para confundir las f uertes, y las
innobles y despreciadas de este mundo y las que no tienen ser como si lo tuvieran, para
destruir las que son.
No Obstante esto, el mínimo de tus apóstoles, por cuya boca
pronunciaste estas palabras, habiendo abatido con su predicación la soberbia del
procónsul Pablo y sujetándole al suave yugo del gran Rey, quiso en señal de tan insigne
victoria cambiar su nombre primitivo de Saulo en Paulo. Porque más vencido es el enemigo
en aquel a quien más tiene preso y por cuyo medio tiene a otros muchos presos; porque
muchos son los soberbios que tienen presos por razón de la nobleza; y de éstos, a su
vez, muchos por razón de su autoridad.
Así que cuanto con más gusto se pensaba en el pecho de
Victorino - que como fortaleza inexpugnable había ocupado el diablo y con cuya lengua,
como un dardo grande y agudo, había dado muerte a muchos -, tanto más abundantemente
convenía se alegrasen tus hijos, por haber encadenado nuestro Rey al fuerte y ver que sus
vasos, conquistados, eran purificados y destinados a tu honor, convirtiéndolos así en
instrumentos del Señor para toda buena obra.
V,10. Mas apenas me refirió tu siervo Simpliciano estas cosas
de Victorino, encendíme yo en deseos de imitarle, como que con este fin me las había
también él narrado. Pero cuando después añadió que en tiempos del emperador Juliano,
por una ley que se dio, se prohibió a los cristianos enseñar literatura y oratoria, y
que aquél, acatando dicha ley, prefirió más abandonar la verbosa escuela que dejar a tu
Verbo, que hace elocuentes las lenguas de los niños que aún no hablan, no me pareció
tan valiente como afortunado por haber hallado ocasión de consagrarse a ti, cosa por la
que yo suspiraba, ligado no con hierros extraños, sino por mi férrea voluntad.
Poseía mi querer el enemigo, y de él había hecho una cadena
con la que me tenía aprisionado. Porque de la voluntad perversa nace el apetito, y del
apetito, obedecido procede la costumbre, y de la costumbre no contradecida proviene la
necesidad; y con estos a modo de anillos enlazados entre sí - por lo que antes llamé
cadena - me tenía aherrojado en dura esclavitud. Porque la nueva voluntad que había
empezado a nacer en mí de servirte gratuitamente y gozar de ti, ¡oh Dios mío!, único
gozo cierto, todavía no era capaz de vencer la primera, que con los años se cabía hecho
fuerte. De este modo las dos voluntades mías, la vieja y la nueva, la carnal y la
espiritual, luchaban entre sí y discordando destrozaban mi alma.
11. Así vine a entender por propia, experiencia lo que había
leído de cómo la carne apetece contra el espíritu, y el espíritu contra la carne,
estando yo realmente en ambos, aunque más yo en aquello que aprobaba en mí que no en
aquello que en mí desaprobaba; porque en aquello más había ya de no yo, puesto que su
mayor parte más padecía contra mi voluntad que obraba queriendo.
Con todo, de mí mismo provenía la costumbre que prevalecía
contra mí, porque queriendo había llegado a donde no quería. Y ¿quién hubiera podido
replicar con derecho, siendo justa la pena que se sigue al que peca?
Ya no existía tampoco aquella excusa con que solía persuadirme
de que si aún no te servía, despreciando el mundo, era porque no tenía una percepción
clara de la verdad; porque ya la tenía y cierto; con todo, pegado todavía a la tierra,
rehusaba entrar en tu milicia y temía tanto el verme libre de todos aquellos impedimentos
cuanto se debe temer estar impedido de ellos.
12. De este modo me sentía dulcemente oprimido por la carga del
siglo, como acontece con el sueño, siendo semejantes los pensamientos con que pretendía
elevarme a ti a los esfuerzo, de los que quieren despertar, mas, vencidos de la pesadez
del sueño, caen rendidos de nuevo. Porque así como no hay nadie que quiera estar siempre
durmiendo -y a juicio de todos es mejor velar que dormir -, y, no obstante, difiere a
veces el hombre sacudir el sueño cuando tiene sus miembros muy cargados de él, y aun
desagradándole éste lo toma con más gusto aunque sea venida la hora de levantarse, así
tenía yo por cierto ser mejor entregarme a tu amor que ceder a mi apetito. No obstante,
aquello me agradaba y vencía, esto me deleitaba y encadenaba.
Ya no tenía yo que responderte cuando me decías: Levántate tu
que duermes, y sal de entre los muertos, y te iluminará Cristo; y mostrándome por todas
partes ser verdad lo que decías, no tenía ya absolutamente nada que responder, convicto
por la verdad, sino unas palabras lentas y soñolientas: Ahora... En seguida... Un poquito
más. Pero este ahora no tenía término y este poquito más se iba prolongando.
En vano me deleitaba en tu Ley, según el hombre interior,
luchando en mis miembros otra ley contra la ley de mi espíritu, y teniéndome cautivo
bajo la ley del pecado existente en mis miembros. Porque ley del pecado es la fuerza de la
costumbre, por la que es arrastrado y retenido el ánimo, aun contra su voluntad, en justo
castigo de haberse dejado caer en ella voluntariamente.
¡Miserable, pues, de mí!, ¿quién habría podido librarme del
cuerpo de esta muerte sino tu gracia, por Cristo nuestro Señor?
VI,13. También narraré de qué modo me libraste del vínculo
del deseo del coito, que me tenía estrechísimamente cautivo, y de la servidumbre de los
negocios seculares, y confesaré tu nombre, ¡oh, Señor!, ayudador mío y redentor mío .
Hacía las cosas de costumbre con angustia creciente y todos los días suspiraba por ti y
frecuentaba tu iglesia, cuanto me dejaban libre los negocios, bajo cuyo peso gemía.
Conmigo estaba Alipio, libre de la ocupación de los
jurisconsultos después de la tercera asesoración, aguardando a quién vender de nuevo
sus consejos, como yo vendía la facultad de hablar, si es que alguna se puede comunicar
con la enseñanza.
Nebridio, en cambio, había cedido a nuestra amistad, auxiliando
en la enseñanza a nuestro íntimo y común amigo Verecundo, ciudadano y gramático de
Milán, que deseaba con vehemencia y nos pedía, a título de amistad, un fiel auxiliar de
entre nosotros, del que estaba muy necesitado.
No fue, pues, el interés lo que movió a ello a Nebridio
que mayor lo podría obtener si quisiera enseñar la letras-, sino que no quiso este amigo
dulcísimo y mansísimo desechar nuestro ruego en obsequio a 1a amistad. Más hacía esto
muy prudentemente, huyendo de ser conocido de los grandes personajes del mundo, evitando
con ello toda preocupación de espíritu, que él quería tener libre y lo más desocupado
posible para investigar, leer u oír algo sobre la sabiduría.
14. Mas cierto día que estaba ausente Nebridio-no sé por qué
causa-vino a vernos a casa, a mí y a Alipio, un tal Ponticiano, ciudadano nuestro en
cualidad de africano, que servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que
quería de nosotros.
Sentámonos a hablar, y por casualidad clavó la visita en un
códice que había sobre la mesa de juego que estaba delante de nosotros. Tomóle,
abrióle, y halló ser, muy sorprendentemente por cierto, el apóstol Pablo, porque
pensaba que sería alguno de los libros cuya explicación me preocupaba. Entonces,
sonriéndose y mirándome gratulatoriamente, me expresó su admiración de haber hallado
por sorpresa delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues era
cristiano y fiel, y muchas veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios nuestro!, en la
iglesia con frecuentes y largas oraciones.
Y como yo le indicara que aquellas Escrituras ocupaban mi
máxima atención, tomando él entonces la palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje
de Egipto, cuyo nombre era celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta
aquella hora. Lo que como él advirtiera, detúvose en la narración, dándonos a conocer
a tan gran varón, que nosotros desconocíamos, admirándose de nuestra ignorancia.
Estupefactos quedamos oyendo tus probadísimas maravillas
realizadas en la verdadera fe e Iglesia católica y en época tan reciente y cercana a
nuestros tiempos. Todos nos admirábamos: nosotros, por ser cosas tan grandes, y él, por
sernos tan desconocidas.
15. De aquí pasó a hablarnos de las muchedumbres que viven en
monasterios, y de sus costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos
del yermo, de los que nada sabíamos. Y aun en el mismo Milán había un monasterio,
extramuros de la ciudad, lleno de buenos hermanos, bajo la dirección de Ambrosio, y que
también desconocíamos.
Alargábase Ponticiano y se extendía más y más, oyéndole
nosotros atentos en silencio. Y de una cosa en otra vino a contarnos cómo en cierta
ocasión, no sé cuando, estando en Tréveris, salió él con tres compañeros, mientras
el emperador se hallaba en los juegos circenses de la tarde, a dar un paseo por los
jardines contiguos a las murallas, y que allí pusiéronse a pasear juntos en dos al azar,
uno con él por un lado y los otros dos de igual modo por otro, distanciados.
Caminando éstos sin rumbo fijo, vinieron a dar en una cabaña
en la que habitaban ciertos siervos tuyos, pobres de espíritu, de los cuales es el reino
de los cielos. En ella hallaron un códice que contenía escrita la Vida de San Antonio,
la cual comenzó uno de ellos a leer, y con ello a admirarse, encenderse y a pensar,
mientras leía, en abrazar aquel género de vida y, abandonando la milicia del mundo,
servirte a ti solo.
Eran estos dos cortesanos de los llamados agentes de negocios.
Lleno entonces repentinamente de un amor santo y casto pudor, airado contra sí y fijos
los ojos en su compañero, le dijo: «Dime, te ruego, ¿adónde pretendemos llegar con
todos estos nuestros trabajos? ¿Qué es lo que buscarnos? ¿Cuál es el fin de nuestra
milicia? ¿Podemos aspirar a más en palacio que a amigos del César? Y aun en esto mismo,
¿qué no hay de frágil y lleno de peligros? ¿Y por cuántos peligros no hay que pasar
para llegar a este peligro mayor? Y aun esto, ¿cuándo sucederá? En cambio, si quiero,
ahora mismo puedo ser amigo de Dios.» Dijo esto, y turbado con el parto de la nueva vida,
volvió los ojos al libro leía y se mudaba interiormente, donde tú le veías, y
desnudábase su espíritu del mundo, como luego se vio.
Porque mientras leyó y se agitaron las olas de su corazón,
lanzó algún bramido que otro, y discernió y decretó lo que era mejor y, ya tuyo, dijo
a su amigo: «Yo he roto ya con aquella nuestra esperanza y he resuelto dedicarme al
servicio de Dios, y esto lo quiero comenzar en esta misma hora y en este mismo lugar. Tú,
si no quieres imitarme, no quieras contrariarme.»
Respondió éste que «quería juntársela y ser compañero de
tanta merced y tan gran milicia». Y ambos tuyos ya comenzaron a edificar la torre
evangélica con las justas expensas del abandono de todas las cosas y de tu seguimiento.
Entonces Poniticiano y su compañero que paseaban por otras
partes de los jardines, buscándoles, dieron también en la misma cabaña, y hallándoles
les advirtieron que retornasen, que era ya el día vencido. Entonces ellos, refiriéndoles
su determinación y propósito y el modo cómo había nacido y confirmádose en ellos tal
deseo, les pidieron que, si no se les querían asociar, no les fueran molestos. Mas
éstos, en nada mudados de lo que antes eran, lloráronse a sí mismos, según decía, y
les felicitaron piadosamente y se encomendaron a sus oraciones; y poniendo su corazón en
la tierra se volvieron a palacio; mas aquéllos, fijando el suyo en el cielo, se quedaron
en la cabaña.
Y los dos tenían prometidas; pero cuando oyeron éstas lo
sucedido, te consagraron también su virginidad.
VII,16. Narraba estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba,
tú, Señor, me trastocabas a mí mismo, quitándome de mi espalda, adonde yo me había
puesto para no verme, y poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era,
cuán deforme y sucio, manchado y ulceroso.
Veíame y llenábame de horror, pero no tenía adónde huir de
mí mismo. Y si intentaba apartar la vista de mí, con la narración que me hacía
Ponticiano, de nuevo me ponías frente a mí y me arrojabas contra mis ojos, para que
descubriese mi iniquidad y la odiase. Bien la conocía, pero la disimulaba, y reprimía, y
olvidaba.
17. Pero entonces, cuanto más ardientemente amaba a aquellos de
quienes oía relatar tan saludables afectos por haberse dado totalmente a ti para que los
sanases, tanto más execrablemente me odiaba a mí mismo al compararme con ellos. Porque
muchos años míos habían pasado sobre mí - unos doce aproximadamente - desde que en el
año diecinueve de mi edad, leído el Hortensio, me había sentido excitado al estudio de
la sabiduría, pero difería yo entregarme a su investigación, despreciada la felicidad
terrena, cuando no ya su invención, pero aun sola su investigación debería ser
antepuesta a los mayores tesoros y reinos del mundo y a la mayor abundancia de placeres.
Mas yo, joven miserable, sumamente miserable, había llegado a
pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la
castidad y continencia, pero no ahora», pues temía que me escucharas pronto y me sanaras
presto de 1a enfermedad de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que
extinguir. Y continué por las sendas perversas de la superstición sacrílega, no como
seguro de ella, sino como dándole preferencia sobre las demás, que yo no buscaba
piadosamente, sino que hostilmente combatía.
18. Y pensaba yo que el diferir de día en día seguirte a ti
solo, despreciada toda esperanza del siglo, era porque no se me descubría una cosa cierta
adonde dirigir mis pasos. Pero había llegado el día en que debía aparecer desnudo ante
mí, y mi conciencia increparme así: «¿Dónde está lo que decías? ¡Ah! Tú decías
que por la incertidumbre de la verdad no te decidías a arrojar la carga de tu vanidad. He
aquí que ya te es cierta, y, no obstante, te oprime aún aquélla, en tanto que otros,
que ni se han consumido tanto en su investigación ni han meditado sobre ella diez años y
más, reciben en hombros más libres alas para volar.»
Con esto me carcomía interiormente y me confundía
vehementemente con un pudor horrible mientras Ponticiano refería tales cosas, el cual,
terminada su plática y la causa por que había venido, se fue. Mas yo, vuelto a mí,
¿qué cosas no dije contra mí? ¿Con qué azotes de sentencias no flagelé a mi alma
para que me siguiese a mí, que me esforzaba por ir tras ti? Ella se resistía. Rehusaba
aquello, pero no alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los
argumentos. Sólo quedaba en ella un mudo temblor, y temía, a par de muerte, ser apartada
de la corriente de la costumbre, con la que se consumía normalmente.
VIII,19. Entonces estando en aquella gran contienda de mi casa
interior, que yo mismo había excitado fuertemente en mi alma, en lo más secreto de ella,
en mi corazón, turbado así en el espíritu como en el rostro, dirigiéndome a Alipio
exclamé: «¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es esto que has oído? Levántanse los
indoctos arrebatan el ciclo, y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de corazón, ved
que nos revolcamos en la carne y en la sangre. ¿Acaso nos da vergüenza seguirles por
habernos precedido y no nos la da siquiera el no seguirles?»
Dije no sé qué otras cosas y arrebatóme de su lado mi
congoja, mirándome él atónito en silencio. Porque no hablaba yo como de ordinario, y
mucho más que las palabras que profería declaraban el estado de mi alma la frente, las
mejillas, los ojos, el color y el tono de la voz.
Tenía nuestra posada un huertecillo, del cual usábamos
nosotros, así como de lo restante de la casa, por no habitarla el huésped señor de la
misma. Allí me había llevado la tormenta de mi corazón, para que nadie estorbase el
acalorado combate que había entablado yo conmigo mismo, hasta que se resolviese la cosa
del modo que tú sabías y yo ignoraba; mas yo no hacía mas que ensañarme saludablemente
y morir vitalmente, conocedor de lo malo que yo estaba, pero desconocedor de lo bueno que
de allí a poco iba a estar.
Retiréme, pues, al huerto, y Alipio, paso sobre paso tras mí;
pues, aunque él estuviese presente, no me encontraba yo menos solo. Y ¿cuándo estando
así afectado me hubiera él abandonado? Sentámonos lo más alejados que pudimos de los
edificios. Yo bramaba en espíritu, indignándome con una turbulentísima indignación
porque no iba a un acuerdo y pacto contigo, ¡oh Dios mío!, a lo que me gritaban todos
mis huesos que debía ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para lo que no era
necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el espacio como
el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado; porque no sólo el ir,
pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que en querer ir, pero fuerte y
plenamente, no a medias, inclinándose ya aquí, ya allí, siempre agitado, 1uchando la
parte que se levantaba contra la otra parte que caía.
20. Por último, durante las angustias de la indecisión, hice
muchísimas cosas con el cuerpo, cuales a veces quieren hacer los hombres y no pueden,
bien por no tener miembros para hacerlas, bien por tenerlos atados, bien por tenerlos
lánguidos por la debilidad o bien impedidos de cualquier otro modo. Si mesé los
cabellos, si golpeé la frente, si, entrelazados los dedos, oprimí las rodillas, lo hice
porque quise; mas pude quererlo y no hacerlo si la movilidad de los miembros no me hubiera
obedecido. Luego hice muchas cosas en las que no era lo mismo querer que poder.
Y, sin embargo, no hacía lo que con afecto incomparable me
agradaba muy mucho, y que al punto que lo hubiese querido lo hubiese podido, porque en el
momento en que lo hubiese querido lo hubiese realmente podido, pues en esto el poder es lo
mismo que el querer, y el querer era ya obrar.
Con todo, no obraba, y más fácilmente obedecía el cuerpo al
más tenue mandato del alma de que moviese a voluntad sus miembros, que no el alma a sí
misma para realizar su voluntad grande en sola la voluntad.
IX,21. Pero ¿de dónde nacía este monstruo? ¿Y por qué así?
Luzca tu misericordia e interrogue -si es que pueden responderme- a los abismos de las
penas humanas y las tenebrosísimas contriciones de los hijos de Adán: ¿De dónde este
monstruo? ¿Y por qué así?
Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; mándase el alma
a sí misma y se resiste. Manda el alma que se mueva la mano, y tanta es la prontitud, que
apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo.
Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa distinta de sí, no la obedece, sin
embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?
Manda, digo, que quiera -y no mandara si no quisiera-, y, no
obstante, no hace lo que manda. Luego no quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella;
porque en tanto manda en cuanto quiere, y en tanto no hace lo que manda en cuanto no
quiere, porque la voluntad manda a la voluntad que sea, y no otra sino ella misma. Luego
no manda toda ella; y ésta es la razón de que no haga lo que manda. Porque si fuese
plena, no mandaría que fuese, porque ya lo sería.
No hay, por tanto, monstruosidad en querer en parte y en parte
no querer, sino cierta enfermedad del alma; porque elevada por la verdad, no se levanta
toda ella, oprimida por el peso de la costumbre. Hay, pues, en ella dos voluntades,
porque, no siendo una de ellas total, tiene la otra lo que falta a ésta.
X,22. Perezcan a tu presencia, ¡oh Dios!, como realmente
perecen, los vanos habladores y seductores de inteligencias, quienes, advirtiendo en la
deliberación dos voluntades, afirman haber dos naturalezas, correspondientes a dos
mentes, una buena y otra mala.
Verdaderamente los malos son ellos creyendo tales maldades; por
lo mismo, sólo serán buenos si creyeren las cosas verdaderas y se ajustaran a ellas,
para que tu Apóstol pueda decirles: Fuisteis algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz
en el Señor. Porque ellos, queriendo ser luz no en el Señor, sino en sí mismos, al
juzgar que la naturaleza del alma es la misma que la de Dios, se han vuelto tinieblas aún
más densas, porque se alejaron con ello de ti con horrenda arrogancia; de ti, verdadera
lumbre que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Mirad lo que decís, y llenaos de
confusión, y acercaos a é1, y seréis iluminados, y vuestros rostros no serán
confundidos.
Cuando yo deliberaba sobre consagrarme al servicio del Señor,
Dios mío, conforme hacía ya mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería, y
el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por
eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo; y aunque este destrozo se hacía en
verdad contra mi deseo, no mostraba, sin embargo, la naturaleza de una voluntad extraña,
sino la pena de la mía. Y por eso no era yo ya el que lo obraba, sino el pecado que
habitaba en mí, como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán.
23. En efecto: si son tantas las naturalezas contrarias cuantas
son las voluntades que se contradicen, no han de ser dos, sino muchas. Si alguno, en
efecto, delibera entre ir a sus conventículos o al teatro, al punto claman éstos: «He
aquí dos naturalezas, una buena, que le lleva a aquéllos, y otra mala, que le arrastra a
éste. Porque ¿de dónde puede venir esta vacilación de voluntades que se contradicen
mutuamente?»
Mas yo digo que ambas son malas, la que le guía a aquéllos y
la que le arrastra al teatro; pero ellos no creen buena sino la que le lleva a ellos.
¿Y qué en el caso de que alguno de los nuestros delibere y,
altercando consigo las dos voluntades, fluctúe entre ir al teatro o a nuestra iglesia?
¿No vacilarán éstos en lo que han de responder? Porque o han de confesar, lo que no
quieren, que es buena la voluntad que les conduce a nuestra iglesia como van a ella los
que han sido imbuidos en sus misterios y permanecen fieles, o han de reconocer que en un
hombre mismo luchan dos naturalezas malas y dos espíritus malos, y entonces ya no es
verdad lo que dicen, que la una es buena y la otra mala, o se convierten a la verdad, y en
este caso no negarán que, cuando uno delibera, una sola es el alma, agitada con diversas
voluntades.
24. Luego no digan ya, cuando advierten en un mismo hombre dos
voluntades que se contradicen, que hay dos mentes contrarias, una buena y otra mala,
provenientes de dos sustancias y dos principios contrarios que se combaten. Porque tú,
¡oh Dios veraz!, les repruebas, arguyes y convences, como en el caso en que ambas
voluntades son malas; v. gr., cuando uno duda si matar a otro con el hierro o el veneno;
si invadir esta o la otra hacienda ajena, de no poder ambas; si comprar el placer
derrochando o guardar el dinero por avaricia; si ir al circo o al teatro, caso de
celebrarse al mismo tiempo; y aun añado un tercer término: de robar o no la casa del
prójimo si se le ofrece ocasión; y aun añado un cuarto: de cometer un adulterio si
tiene posibilidad para ello, en el supuesto de concurrir todas estas cosas en un mismo
tiempo y de ser igualmente deseadas todas, las cuales no pueden ser a un mismo tiempo
ejecutadas; porque estas cuatro voluntades -y aun otras muchas que pudieran darse, dada la
multitud de cosas que apetecernos-, luchando contra sí, despedazan el alma, sin que
puedan decir en este caso que existen otras tantas sustancias diversas.
Lo mismo acontece con las buenas voluntades. Porque si yo les
pregunto si es bueno deleitarse con la lectura del Apóstol y gozarse con el canto de
algún salmo espiritual o en la explicación del Evangelio, me responderán a cada una de
estas cosas que es bueno. Mas en el caso de que deleiten igualmente y al mismo tiempo,
¿no es cierto que estas diversas voluntades dividen el corazón del hombre mientras
delibera qué ha de escoger con preferencia?
Y, sin embargo, todas son buenas y luchan entre sí hasta que es
elegida una cosa que arrastra y une toda la voluntad, que antes andaba dividida en muchas.
Esto mismo ocurre también cuando la eternidad agrada a la parte superior y el deseo del
bien temporal retiene fuertemente a la inferior, que es la misma alma queriendo aquello o
esto no con toda la voluntad, y por eso desgárrase a sí con gran dolor al preferir
aquello por la verdad y no dejar esto por la familiaridad.
XI,25. Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí
mismo más duramente que de costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis
ligaduras, para ver si rompía aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me
tenía. Y tú, Señor, me instabas a ello en mis entresijos y con severa misericordia
redoblabas los azotes del temor y de la vergüenza, a fin de que no cejara de nuevo y no
se rompiese aquello poco y débil que había quedado, y se rehiciese otra vez y me atase
más fuertemente.
Y decíame a mí mismo interiormente: «¡Ea! Sea ahora, sea
ahora»; y ya casi pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a
hacer. Sin embargo, ya no recaía en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de
ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo que distaba, y
otro poco menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo
tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más en mí
lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida que
me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni
apartarme del fin, me retenía suspenso.
26. Reteníanme unas bagatelas de bagatelas y vanidades de
vanidades antiguas amigas mías; y tirábanme del vestido de la carne, y me decían por lo
bajo: «¿Nos dejas?» Y «¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?»
Y «¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?»
¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las
palabras esto y aquello! Por tu misericordia aléjalas del alma de tu siervo. ¡Oh qué
suciedades me sugerían, que indecencias! Pero las oía ya de lejos, menos de la mitad de
antes, no como contradiciéndome a cara descubierta saliendo a mi encuentro, sino como
musitando a la espalda y como pellizcándome a hurtadillas al alejarme, para que volviese
la vista.
Hacían, sin embargo, que yo, vacilante, tardase en romper y
desentenderme de ellas y saltar adonde era llamado, en tanto que la costumbre violenta me
decía: «¿Qué?, ¿piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?»
27. Mas esto lo decía ya muy tibiamente. Porque por aquella
parte hacia donde yo tenía dirigido el rostro, y adonde temía pasar, se me dejaba ver la
casta dignidad de la continencia, serena y alegre, no disolutamente, acariciándome
honestamente para que me acercase y no vacilara y extendiendo hacia mí para recibirme y
abrazarme sus piadosas manos, llenas de multitud de buenos ejemplos.
Allí una multitud de niños y niñas, allí una juventud
numerosa y hombres de toda edad, viudas venerables y vírgenes ancianas, y en todas la
misma continencia, no estéril, sino fecunda madre de hijos nacidos de los gozos de su
esposo, tú, ¡oh Señor!
Y reíase ella de mí con risa alentadora, como diciendo: «¿No
podrás tú lo que éstos y éstas? ¿O es que éstos y éstas lo pueden por sí mismos y
no en el Señor su Dios? El Señor su Dios me ha dado a ellas. ¿Por qué te apoyas en ti,
que no puedes tenerte en pie? Arrójate en él, no temas, que él no se retirará para que
caigas; arrójate seguro, que él te recibirá y sanará».
Y llenábame de muchísima vergüenza, porque aún oía el
murmullo de aquellas bagatelas y, vacilante, permanecía suspenso.
Mas de nuevo aquélla, como si dijera: Hazte sordo contra
aquellos tus miembros inmundos sobre la tierra, a fin de que sean mortificados. Ellos te
hablan de deleites, pero no conforme a ley del Señor tu Dios.
Tal era la contienda que había en mi corazón, de mí mismo
contra mí mismo. Mas Alipio, fijo a mi lado, aguardaba en silencio el desenlace de mi
inusitada emoción.
XII,28. Mas apenas una alta consideración sacó del profundo de
su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una
tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda
con sus truenos correspondientes, me levanté de junto Alipio -pues me pareció que para
llorar era más a propósito la soledad- y me retiré lo más remotamente que pude, para
que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del cual se dio
él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi voz
parecía cargado de lágrimas.
Quedóse él en el lugar en que estábamos sentados sumamente
estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a
las lágrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con
estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú,
Señor, hasta cuándo! ¡Hasta cuando, Señor, has de estar irritado! No quieras más
acordarte de nuestras iniquidades antiguas. Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba
voces lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana! ¡mañana!? ¿Por qué no
hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma hora?»
29. Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de
mi corazón. Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que
decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee».
De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la
atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños
soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y
así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una
orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase.
Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una
lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para
sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás
un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme, se había al punto convertido a ti con
tal oráculo.
Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado
Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Toméle, pues;
abríle y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: No en
comilonas y embriagueces ,no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones,
sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados
deseos.
No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que
di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad,
se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.
30. Entonces, puesto el dedo o no sé qué cosa de registro,
cerré el códice, y con rostro ya tranquilo se lo indiqué a Alipio, quien a su vez me
indicó lo que pasaba por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo
mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había leído y yo no
conocía. Seguía así: Recibid al débil en la fe, lo cual se aplicó él a sí mismo y
me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación,
se abrazó con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres,
en las que ya de antiguo distaba ventajosamente tanto de mí.
Después entramos a ver a la madre, indicándoselo, y se llenó
de gozo; le contamos el modo cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba
victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres poderoso para darnos más de lo que
pedimos o entendemos, porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más
de lo que constantemente te pedía con gemidos lastimeros y llorosos.
Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía
esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre
la que hacía tantos años me habías mostrado a ella. Y así convertiste su llanto en
gozo, mucho más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el
que podía esperar de los nietos que le diera mi carne.
LIBRO NOVENO
II,4. (...) Lleno, pues, de tal gozo, toleraba aquel lapso de
tiempo hasta que terminase no sé si eran unos veinte días; y lo toleraba ya
con gran dificultad, porque se había ido la ambición que solía llevar conmigo este
pesado oficio y me había quedado yo solo; por lo que hubiera sucumbido de no haberse
hecho presente, en lugar de ella, la paciencia.
Tal vez dirá alguno de tus siervos, mis hermanos, que pequé en
esto, porque, estando ya con el corazón lleno de deseos de servirte, soporté estar una
hora más siquiera sentado en la cátedra de la mentira. No discutiré con ellos. Pero
tú, Señor misericordiosísimo, ¿acaso no me has perdonado y remitido también este
pecado con todos los demás, horrendos y mortales, en el agua santa del bautismo?
III,5. Verecundo se angustiaba de pena por éste nuestro bien,
porque veía que iba a tener que abandonar nuestra compañía a causa de los vínculos
[matrimoniales] que le aprisionaban tenacísimamente. Aunque no era cristiano, estaba
casado con una mujer creyente; mas precisamente en ella hallaba el mayor obstáculo que le
retraía para entrar en la senda que habíamos emprendido nosotros, pues no quería ser
cristiano, decía, de otro modo de aquel que le era imposible (...).
6. Se angustiaba entonces, como digo, Verecundo, pero Nebridio
se alegraba con nosotros. Porque, aunque también éste no siendo aún
cristiano había caído en el hoyo del perniciosísimo error de creer ilusoria la
carne de la Verdad, tu Hijo, ya, sin embargo, había salido de él, aunque permanecía sin
imbuirse en ninguno de los sacramentos de tu Iglesia, si bien era un investigador
ardentísimo de la verdad.
No mucho después de nuestra conversión y regeneración por tu
bautismo, se hizo al fin católico fiel, sirviéndote a ti junto a los suyos en África,
en castidad y continencia perfectas; y después de haberse convertido a la fe cristiana
por su medio toda su casa, le libraste de los lazos de la carne, viviendo ahora en el seno
de Abraham, sea lo que fuere lo que por dicho seno se significa. Allí vive mi Nebridio,
dulce amigo mío y, de liberto, pasó a ser hijo adoptivo tuyo. Allí vive porque
¿qué otro lugar convenía a un alma como esa?, allí vive, de donde salía
preguntarme muchas cosas a mi, hombrecillo inexperto. Ya no aplica su oído a mi boca,
sino que pone su boca espiritual en tu fuente y bebe cuanto puede de la sabiduría según
su avidez, sin término feliz. Mas no creo que se embriague de tal modo de ella que se
olvide de mí, cuando tú, Señor, que eres su bebida, te acuerdas de nosotros.
IV,8. ¡Qué voces te di, Dios mío, cuando, todavía novato en
tu verdadero amor y siendo catecúmeno, leía con tranquilidad en la quinta los salmos de
David cánticos de fe, sonidos de piedad, que excluyen todo espíritu hinchado
en compañía de Alipio también catecúmeno, y de mi madre, que se nos había juntado con
aspecto de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana!
¡Qué voces, sí, te daba en aquellos salmos y cómo me inflamaba en ti con ellos y me
encendía en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero, contra la
sóberbia del género humano! Aunque cierto es ya que en todo el mundo se cantan y que no
hay nadie que se esconda de tu calor.
¡Con qué vehemente y agudo dolor me indignaba también contra
los maniqueos, a los que compadecía grandemente, por ignorar aquellos misterios, aquellos
medicamentos, y ensañarse contra el antídoto que podía sanarlos! Quisiera que hubiesen
estado entonces en un lugar próximo y, sin saber yo que estaban allí, que hubieran visto
mi rostro y oído mis clamores cuando leía el salmo 4 en aquella tranquilidad y los
efectos saludables que en mí obraba este salmo: Cuando yo te invoqué, tú me escuchaste,
¡oh Dios de mi justicia!, y en la tribulación me dilataste. Compadécete, Señor, de mí
y escucha mi oración (Sal 4,1). ¡Que me oyeran, digo ignorando yo que me oían,
para que no pensasen que lo decía por ellos, las cosas que yo dije entre palabra y
palabra; porque realmente ni yo habría dicho tales cosas, ni las habría dicho de este
modo, en caso de sentirme visto y escuchado por ellos; ni, aunque las dijese, serían
recibidas así, como hablando yo conmigo mismo y dirigiéndome a mí en tu presencia en
íntima efusión de los afectos de mi alma.
9. Me horroricé de temor y a la vez me enardecí de esperanza y
gozo en tu misericordia, ¡oh Padre! Y todas estas cosas se me salían por los ojos y por
la voz al leer las palabras que tu Espíritu bueno, vuelto a nosotros, nos dice (...).
VI,14. Así que cuando llegó el tiempo en que debíamos «dar
el nombre», dejando la quinta, retornamos a Milán.
También Alipio quiso renacer en ti conmigo, revestido ya de la
humildad conveniente a tus sacramentos, y tan fortísimo domador de su cuerpo, que se
atrevió, sin tener costumbre de ello, a andar con los pies descalzos sobre el suelo
glacial de Italia.
Asociamos también con nosotros al niño Adeodato, nacido
carnalmente de mi pecado. Tú, sin embargo, le habías hecho bien. Tenía unos quince
años; mas por su ingenio adelantaba a muchos varones graves y doctos. Éstos eran dones
tuyos, te lo confieso, Señor y Dios mío, Creador de todas las cosas y muy poderoso para
dar forma a todas nuestras deformidades, pues lo único mío en este niño, era el delito.
Porque aun aquello mismo en que le instruíamos en tu disciplina, eras tú quien nos lo
inspirabas, ningún otro; a ti te confieso tus dones (...).
VIII,17. Tú, que haces morar en una misma casa a los de un solo
corazón, nos uniste también a Evodio, joven de nuestro municipio, quien, militando como
«agente de negocios», antes que nosotros se había convertido a ti y se había bautizado
y, abandonada la milicia del siglo, se había alistado en la tuya.
Estábamos juntos, y habríamos de juntos vivir en santa
concordia. Buscábamos el lugar más adecuado para servirte, y juntos regresábamos al
Africa. Mas he aquí que estando en Ostia Tiberina murió mi madre.
Muchas cosas paso por alto, porque voy muy de prisa. Recibe mis
confesiones y acciones de gracias, Dios mío, por las innumerables cosas que paso en
silencio. Mas no callaré lo que mi alma me sugiera de aquella, tu sierva, que me
engendró en la carne para que naciera a la luz temporal, y en su corazón para que
naciera a la luz eterna. No referiré yo sus dones, sino los tuyos en ella. Porque ni ella
se hizo a sí misma ni a sí misma se había educado. Tú fuiste quien la creaste, pues ni
su padre ni su madre sabían cómo saldría de ellos; la Vara de tu Cristo, el régimen de
tu Unico fue quien la instruyó en tu temor en una casa creyente, miembro bueno de tu
Iglesia.
IX,19. Así, pues, educada pudorosa y sobriamente, y sujeta más
por ti a sus padres que por sus padres a ti, luego que llegó plenamente a la edad de
casarse fue dada [en matrimonio] a un varón, a quien sirvió como a señor y se esforzó
por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa
y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las injurias de sus
infidelidades, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que
tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.
Era éste, además, por una parte sumamente cariñoso, por otra
extremadamente vehemente; mas ella tenía cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no
sólo con los hechos, pero ni aun con la menor palabra; y sólo cuando le veía ya
tranquilo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba razón de lo que había hecho, si por
casualidad se había enfadado más de lo justo.
Finalmente, cuando muchas señoras, que tenían maridos más
mansos que ella, traían los rostros afeados con las señales de los golpes y comenzaban a
murmurar de la conducta de ellos en sus charlas amigables, ella, achacándolo a su lengua,
les advertía seriamente entre bromas que desde el punto que oyeron leer las las tablas
llamadas matrimoniales debían haberlas considerado como un documento que las constituía
en siervas de ellos; y así recordando esta condición suya, no debían ensoberbecerse
contra sus señores. Y como ellas se admirasen, sabiendo lo feroz que era el marido que
tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que Patricio
maltratase a su mujer, ni siquiera que un día hubiesen estado desavenidos con alguna
discusión, y le pidiesen la razón de ello en el seno de la familiaridad, ella les
enseñaba su modo de conducta, que es como dije arriba. Las que la imitaban experimentaban
dichos efectos y le daban las gracias; las que no la seguían, estando esclavizadas, eran
maltratadas.
21. Igualmente a esta tu buena sierva, en cuyas entrañas me
criaste, ¡oh Dios mío, misericordia mía!, le habías otorgado este otro gran don: de
mostrarse tan pacífica, siempre que podía, entre almas discordes y disidentes,
cualesquiera que ellas fuesen, que con oír muchas cosas durísimas de una y otra parte,
cuales suelen vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando ante la amiga presente
desahoga la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la enemiga ausente, que no
delataba nada a la una de la otra, sino aquello que podía servir para reconciliarlas.
Pequeño bien me parecería éste si una triste experiencia no
me hubiera dado a conocer a muchísima gentes por haberse extendido muchísimo esta
no sé qué horrenda pestilencia de pecados que no sólo descubren los dichos de
enemigos airados a sus airados enemigos, sino que añaden, además, cosas que no se han
dicho; cuando, al contrario, a un hombre que es humano deberá parecer poco el no excitar
ni aumentar las enemistades de los hombres hablando mal, si antes no procura extinguirlas
hablando bien. Tal era aquélla, adoctrinada por ti, maestro interior, en la escuela de su
corazón.
22. Por último, consiguió también ganar para ti a su marido
al fin de su vida, no teniendo que lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado
siendo infiel.
X,23. Estando ya inminente el día en que había de salir de
esta vida que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos, sucedió a lo
que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella
apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había
dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de
las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.
Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las
cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad
presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni
el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió. Abríamos anhelosos la boca de nuestro
corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente de la fuente de vida que
está en ti para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún
modo una idea de algo tan grande.
24. Y como llegara nuestro discurso a la conclusión de que
cualquier deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor
esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno de comparación,
sino nisiquiera de ser mencionado, levantándonos con un afecto más ardiente hacia el que
es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo
cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra.
Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando
tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las sobrepasamos también, a fin de llegar a
la región de la abundancia que no se agota, en donde tú apacientas a Israel eternamente
con el pasto de la verdad, y la vida es la Sabiduría, por quien todas las cosas existen,
tanto las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora
como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella fue ni será, sino
sólo es, por ser eterna, porque lo que ha sido o será no es eterno.
Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella, llegamos a
tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón; y suspirando y dejando allí
prisioneras las primicias de nuestro espíritu, regresamos al estrépito de nuestra boca,
donde el verbo humano tiene principio y fin, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro,
que permanece en sí sin envejecer, y renueva todas las cosas.
25. Y decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el
tumulto de la carne; callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen
los mismos cielos y aun callase el alma misma y se remontara sobre sí, no pensando en
sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si callase por
completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando puesto que todas
estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que
nos ha hecho el que permanece eternamente; si, dicho esto, callasen, dirigiendo el
oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino por sí mismo,
de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido
de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a él mismo, a quien amamos
en estas cosas, a él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos
rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas;
si, por último, este estado se continuase y fuesen alejadas de él las demás visiones de
índole muy inferior, y esta sola arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más
íntimos a su contemplador, de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este momento de
intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto el «Entra en el gozo de tu Señor»?
Mas ¿cuándo será esto? ¿Acaso cuando todos resucitemos, bien que no todos seamos
tranformados?
26. Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas
palabras. Pero tú sabes, Señor, que en aquel día, mientras hablábamos de estas cosas
y a medida que hablábamos nos parecía más vil este mundo con todos sus
deleites, ella me dijo: «Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta
vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza del
siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte
cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios,
puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues,
aquí?
XI,27. No recuerdo yo bien qué respondí a esto pero sí que
apenas pasados cinco días, o no muchos más, cayó en cama con fiebres. Y estando enferma
tuvo un día un desmayo, qúedando por un poco privada de los sentidos. Acudimos
corriendo, pero pronto volvió en sí, y viéndonos presentes a mí y a mi hermano, nos
dijo, como quien pregunta algo: «Adónde estaba?». Después, viéndonos atónitos de
tristeza, nos dijo: «Enterráis aquí a vuestra madre». Yo callaba y frenaba el llanto,
mas mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más
feliz morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, lo reprendió con la
mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo:
«Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os
ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os hallareis». Y
habiéndonos explicado esta determinación con las palabras que pudo, calló, y
agravándose la enfermedad, entró en la agonía.
28. Mas yo, ¡oh Dios invisible!, meditando en los dones que tú
infundes en el corazón de tus fieles y en los frutos admirables que de ellos nacen, me
gozaba y te daba gracias recordando lo que sabía del gran cuidado que había tenido
siempre de su sepulcro, adquirido y preparado junto al cuerpo de su marido. Porque así
como había vivido con él concordísimamente, así quería también cosa muy propia
del alma humana menos deseosa de las cosas divinas tener aquella dicha y que los
hombres recordasen cómo, después de su viaje transmarino, se le había concedido la
gracia de que una misma tierra cubriese el polvo conjunto de ambos conyuges.
Ignoraba yo también cuándo esta vanidad había empezado a
dejar de estar en su corazón, por la plenitud de tu bondad; me alegraba, sin embargo,
admirando que se me hubiese mostrado así, aunque ya en aquel discurso nuestro, el de la
ventana, me pareció que no deseaba morir en su patria al decir: «¿Qué hago ya aquí
?». También oí después que, estando yo ausente, como cierto día conversase con unos
amigos míos con maternal confianza sobre el desprecio de esta vida y el bien de la
muerte, estando ya en Ostia, y maravillándose ellos de tal fortaleza en una mujer
porque tú se la habías dado, le preguntasen si no temería dejar su cuerpo
tan lejos de su ciudad, respondió: «Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que
ignore al fin del mundo el lugar donde estoy para resucitarme».
Así, pues, a los nueve días de su enfermedad, a los cincuenta
y seis años de su edad y treinta y tres de la mía, fue libertada del cuerpo aquella alma
religiosa y pía.
XII,29. Cerraba yo sus ojos, mas una tristeza inmensa afluía a
mi corazón, y ya iba a resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, al violento
imperio de mi alma, reabsorbían su fuente hasta secarla, padeciendo con tal lucha de modo
imponderable. Entonces fue cuando, al dar el último suspiro, el niño Adeodato rompió a
llorar a gritos; mas reprimido por todos nosotros, calló. De ese modo era también
reprimido aquello que había en mí de pueril, y me provocaba al llanto, con la voz
juvenil, la voz del corazón, y callaba. Porque juzgábamos que no era conveniente
celebrar aquel entierro con quejas lastimeras y gemidos, con los cuales se suele
frecuentemente llorar la miseria de los que mueren o su total extinción; y ella ni había
muerto miserablemente ni había muerto del todo; de lo cual estábamos nosotros seguros
por el testimonio de sus costumbres, por su fe no fingida y otros argumentos ciertos.
LIBRO DÉCIMO
1. Conozcate a ti, Conocedor mío, conózcate a ti como soy
conocido. Virtud de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas
sin mancha ni ruga.
Esta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo
cuando rectamente me gozo. Las demás cosas de esta vida, tanto menos se han de llorar
cuanto más se las llora, y tanto más se han de llorar cuanto menos se las llora.
He aquí que amaste la verdad, porque el que la obra viene a la
luz. Quiérola yo obrar en mi corazón, delante de ti por esta mi confesión y delante de
muchos testigos por este mi escrito
8. No conconciencia dudosa, sino cierta, Señor, te amo yo.
Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. Mas también el cielo y la tierra y todo
cuanto en ellos se contiene he aquí que me dicen de todas partes que te ame; ni cesan de
decírselo a todos, a fin de que sean inexcusables. Sin embargo, tú te compadecerás más
altamente de quien te compadecieres y prestarás más tu misericordia con quien fueses
misericordioso: de otro modo, el cielo y la tierra cantarían tus alabanzas a sordos.
Y ¿qué es lo que amo cuando yo te amo? No belleza de cuerpo ni
hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces
melodías de toda clase de cantilenas, no fragancia de flores, de ungüentos y de aromas;
no manás ni mieles, no miembros gratos a los amplexos de la carne: nada de esto amo
cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y
cierto alimento, y cierto amplexo, cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, alimento y
amplexo del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume
comiendo, y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando amo a mi
Dios.
9. Pero ¿y qué es entonces? Pregunté a la tierra y me dijo:
«No soy yo»; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar
y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: «No somos tu Dios;
búscale sobre nosotros.» Interrogué a las auras que respiramos, y el aire todo, con sus
moradores, me dijo: «Engáñase Anaxímenes: yo no soy tu Dios.» Pregunté al cielo, al
sol, a la luna y a las estrellas. «Tampoco somos nosotros el Dios que buscas», me
respondieron.
Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas
de mi carne: «Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él.»
Y exclamaron todas con grande voz: «El nos ha hecho.» Mi pregunta era mi mirada, y su
respuesta, su apariencia.
Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: «¿Tú quién
eres?», y respondí: «Un hombre.» He aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y
un alma; la una, interior; el otro, exterior. ¿Por cuál de éstos es por donde debí yo
buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo,
hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos? Mejor, sin duda, es el elemento
interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales,
como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas
que en ellos se encierran, cuando dicen: «No somos Dios» y «El nos ha hecho». El
hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo interior
conozco estas cosas; yo, Yo-Alma, por medio del sentido de mi cuerpo.
Interrogué, finalmente, a la mole del inundo acerca de mi Dios,
y ella me respondió: «No lo soy yo, simple hechura suya»
10. Pero ¿no se muestra esta hermosura a cuantos tienen entero
el sentido? ¿Por qué, pues, no habla a todos lo mismo?
Los animales, pequeños y grandes, la ven; pero no pueden
interrogarla, porque no se les ha puesto de presidente de los nunciadores sentidos a la
razón que juzgue. Los hombres pueden, sí, interrogarla, por percibir por las cosas
visibles las invisibles de Dios; más hácense esclavos de ellas por el amor, y, una vez
esclavos, ya no pueden juzgar. Porque no responden éstas a los que interrogan, sino a los
que juzgan; ni cambian de voz, esto es, de aspecto, si uno ve solamente, y otro, además
de ver, interroga, de modo que aparezca a uno de una manera y a otro de otra; sino que,
apareciendo a ambos, es muda para el uno y habladora para el otro, o mejor dicho, habla a
todos, mas sólo aquellos la entienden que confieren su voz, recibida fuera, con la verdad
interior. Porque la verdad me dice: «No es tu Dios el cielo, ni la tierra, ni cuerpo
alguno.» Y esto mismo dice la naturaleza de éstos, a quien advierte que la mole es menor
en la parte que en el todo.
Por esta razón eres tú mejor que éstos; a ti te digo; ¡oh
alma!, porque tú vivificas la mole de tu cuerpo prestándole vida, lo que ningún cuerpo
puede prestar a otro cuerpo. Mas tu Dios es para ti hasta la vida de tu vida.
11. ¿Qué es, por tanto, lo que amocuando amo yo a mi Dios? ¿Y
quién es él sino el que está sobre la cabeza de mi alma?
Por mi alma misma subiré, pues, a él. Traspasaré esta virtud
mía por la que estoy unido al cuerpo y llena su organismo de vida, pues no hallo en ella
a mi Dios. Porque, de hallarle, le hallarían también el caballo y el mulo, que no tienen
inteligencia, y que, sin embargo, tienen esta misma virtud por la que viven igualmente sus
cuerpos.
Hay otra virtud por la que no sólo vivifico, sino también
sensifico a mi carne, y que el Señor me fabricó mandando al ojo que no oiga y al oído
que no vea, sino a aquél que me sirva para ver, a éste para oír, y a cada uno de los
otros sentidos lo que les es propio según su lugar y oficio; las cuales cosas, aunque
diversas, las hago por su medio, yo un alma única.
Traspasaré aún esta virtud mía, porque también la poseen el
caballo y el mulo, pues también ellos sienten por medio del cuerpo.
12. Traspasaré, pues, aun esta virtud de mi naturaleza,
ascendiendo por grados hacia aquel que me hizo.
Mas heme ante los campos y anchos senos de la memoria donde
están los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los
sentidos. Allí se halla escondido cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya
variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha
encomendado y se halla allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por el
olvido.
Cuando estoy allí pido que se me presente lo que quiero, y
algunas cosas preséntanse al momento; pero otras hay que buscarlas con más tiempo y como
sacarlas de unos receptáculos abstrusos; otras, en cambio, irrumpen en tropel, y cuando
uno desea y busca otra cosa se ponen en medio, como diciendo: «¿No seremos nosotras ?»
Mas espántolas yo del haz de mi memoria con la mano del corazón, hasta que se esclarece
lo que quiero y salta a mi vista de su escondrijo.
Otras cosas hay que fácilmente y por su orden riguroso se
presentan, según son llamadas, y ceden su lugar a las que les siguen, y cediéndolo son
depositadas, para salir cuando de nuevo se deseare. Lo cual sucede puntualmente cuando
narro alguna cosa de memoria.
13. Allí se hallan también guardadas de modo distinto y por
sus géneros todas las cosas que entraron por su propia puerta, como la luz, los colores y
las formas de los cuerpos, por la vista; por el oído, toda clase de sonidos; y todos los
olores por la puerta de las narices; y todos los sabores por la de la boca; y por el
sentido que se extiende por todo el cuerpo (tacto), lo duro y lo blando, lo caliente y lo
frío, lo suave y lo áspero, lo pesado y lo ligero, ya sea extrínseco, ya intrínseco al
cuerpo. Todas estas cosas recibe, para recordarlas cuando fuere menester y volver sobre
ellas, el gran receptáculo de la memoria, y no sé qué secretos e inefables senos suyos.
Todas las cuales cosas entran en ella, cada una por su propia puerta, siendo almacenadas
allí.
Ni son las mismas cosas las que entran, sino las imágenes de
las cosas sentidas, las cuales quedan allí a disposición del pensamiento que las
recuerda. Pero ¿quién podrá decir cómo fueron formadas estas imágenes, aunque sea
claro por qué sentidos fueron captadas y escondidas en el interior? Porque, cuando estoy
en silencio y en tinieblas, represéntome, si quiero, los colores, y distingo el blanco
del negro, y todos los demás que quiero, sin que me salgan al encuentro los sonidos, ni
me perturben lo que, extraído por los ojos, entonces considero, no obstante que ellos
[los sonidos] estén allí, y como colocados aparte, permanezcan latentes. Porque también
a ellos les llamo, si me place, y al punto se me presentan, y con la lengua queda y
callada la garganta canto cuanto quiero, sin que las imágenes de los colores que se
hallan allí se interpongan ni interrumpan mientras se revisa el tesoro que entró por los
oídos
Del mismo modo recuerdo, según me place, las demás cosas
aportadas y acumuladas por los otros sentidos, y así, sin oler nada, distingo el aroma de
los lirios del de las violetas, y, sin gustar ni tocar cosa, sino sólo con el recuerdo,
prefiero la miel al arrope y lo suave a lo áspero .
14. Todo esto lo hago yo interiormente en el aula inmensa de mi
memoria. Allí se me ofrecen al punto el cielo y la tierra y el mar con todas las cosas
que he percibido sensiblemente en ellos, a excepción de las que tengo ya olvidadas. Allí
me encuentro con mí mismo y me acuerdo de mí y de lo que hice, y en qué tiempo y en
qué lugar, y de qué modo y cómo estaba afectado cuando lo hacía. Allí están todas
las cosas que yo recuerdo haber experimentado o creído. De este mismo tesoro salen las
semejanzas tan diversas unas de otras, bien experimentadas, bien creídas en virtud de las
experimentadas, las cuales, cotejándolas con las pasadas, infiero de ellas acciones
futuras, acontecimientos y esperanzas, todo lo cual lo pienso como presente. «Haré esto
o aquello», digo entre mí en el seno ingente de mi alma, repleto de imágenes de tantas
y tan grandes cosas; y esto o aquello se sigue. «;Oh si sucediese esto o aquello» «¡No
quiera Dios esto o aquello!» Esto digo en mi interior, y al decirlo se me ofrecen al
punto las imágenes de las cosas que digo de este tesoro de la memoria, porque si me
faltasen, nada en absoluto podría decir de ellas .
15. Grande es esta virtud de la memoria, grande sobremanera,
Dios mío, Penetral amplio e infinito. ¿Quién ha llegado a su fondo? Mas, con ser esta
virtud propia de mi alma y pertenecer a mí naturaleza, no soy yo capaz de abarcar
totalmente lo que soy. De donde se sigue que es angosta el alma para contenerse a sí
misma. Pero ¿dónde puede estar lo que de sí misma no cabe en ella? ¿Acaso fuera de
ella y no en ella? ¿Cómo es, pues, que no se puede abarcar .
Mucha admiración me causa esto y me llena de estupor. Viajan
los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las
anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros,
y se olvidan de sí mismos, ni se admiran de que todas estas cosas, que al nombrarlas no
las veo con los ojos, no podría nombrarlas si interiormente no viese en mi memoria los
montes, y las olas, y los ríos, y los astros, percibidos ocularmente, y el océano, sólo
creído, con dimensiones tan grandes como si las viese fuera . Y, sin embargo, no es que
haya absorbido tales cosas al verlas con los ojos del cuerpo, ni que ellas se hallen
dentro de mí, sino sus imágenes. Lo único que sé es por qué sentido del cuerpo he
recibido la impresión de cada una de ellas.
16. Pero no son estas cosas las únicas que encierra la inmensa
capacidad de mi memoria. Aquí están como en un lugar interior remoto, que no es lugar,
todas aquellas nociones aprendidas de las artes liberales, que todavía no se han
olvidado. Mas aquí no son ya las imágenes de ellas las que llevo, sino las cosas mismas.
Porque yo sé qué es la gramática, la pericia dialéctica, y cuántos los géneros de
cuestiones; y lo que de estas cosas sé, está de tal modo en mi memoria que no está
allí como la imagen suelta de una cosa, cuya realidad se ha dejado fuera; o como la voz
impresa en el oído, que suena y pasa, dejando un rastro de sí por el que la recordamos
como si sonara, aunque ya no suene; o como el perfume que pasa y se desvanece en el
viento, que afecta al olfato y envía su imagen a la memoria, la que repetimos con el
recuerdo; o como el manjar, que, no teniendo en el vientre ningún sabor ciertamente,
parece lo tiene, sin embargo, en la memoria; o como algo que se siente por el tacto, que,
aunque alejado de nosotros, lo imaginamos con la memoria. Porque todas estas cosas no son
introducidas en la memoria, sino captadas solas sus imágenes con maravillosa rapidez y
depositadas en unas maravillosas como celdas, de las cuales salen de modo maravilloso
cuando se las recuerda.
17. Pero cuando oigo decir que son tres los géneros de
cuestionessi la cosa es, qué es y cuál es, retengo las imágenes de los
sonidos de que se componen estas palabras, y sé que pasaron por el aire con estrépito y
ya no existen. Pero las cosas mismas significadas por estos sonidos ni las he tocado
jamás con ningún sentido del cuerpo, ni las he visto en ninguna parte fuera de mi alma,
ni lo que he depositado en mi memoria son sus imágenes, sino las cosas mismas. Las cuales
digan, si pueden, por donde entraron en mí. Porque yo recorro todas las puertas de mi
carne y no hallo por cuál de ellas han podido entrar. En efecto, los ojos dicen: «Si son
coloradas, nosotros somos los que las hemos noticiado.» Los oídos dicen: «Si hicieron
algún sonido, nosotros las hemos indicado.» El olfato dice: «Si son olorosas, por aquí
han pasado.» El gusto dice también: «Si no tienen sabor, no me pregunteis por ellas.»
El tacto dice: «Si no es cosa corpulenta, yo no la he tocado, y si no la he tocado, no he
dado noticia de ella.»
¿Por dónde, pues, y por qué parte han entrado en mi memoria?
No lo sé. Porque cuando las aprendí, ni fue dando crédito a otros, sino que las
reconocí en mi alma y las aprobé por verdaderas y se las encomendé a ésta, como en
depósito, para sacarlas cuando quisiera. Allí estaban, pues, y aun antes de que yo las
aprendiese; pero no en la memoria. ¿En dónde, pues, o por qué, al ser nombradas, las
reconocí y dije: «Así es, es verdad», sino porque ya estaban en mi memoria, aunque tan
retiradas y sepultadas como si estuvieran en cuevas muy ocultas, y tanto que, si alguno no
las suscitara para que saliesen, tal vez no las hubiera podido pensar?
18. Por aquí descubrimos que aprender estas cosasde las
que no recibimos imágenes por los sentidos, sino que, sin imágenes, como ellas son, las
vemos interiormente en sí mismasno es otra cosa sino un como recoger con el
pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente, y cuidar
con la atención que estén como puestas a la mano en la memoria, para que, donde antes se
ocultaban dispersas y descuidadas, se presenten ya fácilmente a una atención familiar.
¡Y cuántas cosas de este orden no encierra mi memoria que han sido ya descubiertas y,
conforme dije, puestas como a la mano, que decimos haber aprendido y conocido! Estas
mismas cosas, si las dejo de recordar de tiempo en tiempo, de tal modo vuelven a
sumergirse y sepultarse en sus más ocultos penetrales, que es preciso, como si fuesen
nuevas, excogitarlas segunda vez en este lugar-porque no tienen otra estanciay
juntarlas de nuevo para que puedan ser sabidas, esto es, recogerlas como de cierta
dispersión, de donde vino la palabra cogitare; porque cogo es respecto de cogito lo que
ago de agito y facio de factito. Sin embargo, la inteligencia ha vindicado en propiedad
esta palabra para sí, de tal modo que ya no se diga propiamente cogitari de lo que se
recoge (colligitur), esto es, de lo que se junta (cogitur) en un lugar cualquiera, sino en
el alma.
19. También contiene la memoria las razones y leyes infinitas
de los números y dimensiones, ninguna de las cuales ha sido impresa en ella por los
sentidos del cuerpo, por no ser coloradas, ni tener sonido ni olor, ni haber sido gustadas
ni tocadas. Oí los sonidos de las palabras con que fueron significadas cuando se
disputaba de ellas; pero una cosa son aquellos, otra muy distinta éstas. Porque aquellos
suenan de un modo en griego y de otro modo en latín; mas éstas ni son griegas, ni
latinas, ni de ninguna otra lengua.
He visto líneas trazadas por arquitectos tan sumamente tenues
como un hilo de araña. Mas aquéllas [las matemáticas] son distintas de éstas, pues no
son imágenes de las que me entran por los ojos de la carne, y sólo las conoce quien
interiormente las reconoce sin mediación de pensamiento alguno corpóreo.
También he percibido por todos los sentidos del cuerpo los
números que numeramos; pero otros muy diferentes son aquellos con que numeramos, los
cuales no son imágenes de éstos, poseyendo por lo mismo un ser mucho más excelente.
Ríase de mí, al decir estas cosas, quien no las vea, que yo tendré compasión de quien
se ría de mí.
20. Todas estas cosas téngolas yo en la memoria, como tengo en
la memoria el modo como las aprendí. También tengo en ella muchas objeciones que he
oído aducir falsísimamente en las disputas contra ellas, las cuales, aunque falsas, no
es falso, sin embargo, el haberlas recordado y haber hecho distinción entre aquéllas,
verdaderas, y éstas, falsas, aducidas en contra. También retengo esto en la memoria, y
veo que una cosa es la distinción que yo hago al presente y otra el recordar haber hecho
muchas veces tal distinción, tantas cuantas pensé en ellas. En efecto, yo recuerdo haber
entendido esto muchas veces, y lo que ahora discierno y entiendo lo deposito también en
la memoria, para que después recuerde haberlo entendido al presente. Finalmente, me
acuerdo de haberme acordado; como después, si recordare lo que ahora he podido recordar,
ciertamente lo recordaré por virtud de la memoria.
21. Igualmente se hallan las afecciones de mi alma en la
memoria, no del modo como están en el alma cuando las padece, sino de otro muy distinto,
como se tiene la virtud de la memoria respecto de sí. Porque, no estando alegre, recuerdo
haberme alegrado; y no estando triste, recuerdo mi tristeza pasada; y no teniendo nada,
recuerdo haber temido alguna vez; y no codiciando nada, haber codiciado en otro tiempo. Y
al contrario, otras veces, estando alegre, me acuerdo de mi tristeza pasada, y estando
triste, de la alegría que tuve. Lo cual no es de admirar respecto del cuerpo, porque una
cosa es el alma y otra el cuerpo; y así no es maravilla que, estando yo gozando en el
alma, me acuerde del pasado dolor del cuerpo.
Pero aquí, siendo la memoria parte del almapues cuando
mandamos retener algo de memoria, decimos: «Mira que lo tengas en el alma», y cuando nos
olvidamos de algo, decimos: «No estuvo en mi alma» y «Se me fue del alma», denominando
alma a la memoria misma, siendo esto así, digo, ¿en qué consiste que, cuando
recuerdo alegre mi pasada tristeza, mi alma siente alegría y mi memoria tristeza, estando
mi alma alegre por la alegría que hay en ella, sin que esté triste la memoria por la
tristeza que hay en ella? ¿Por ventura no pertenece al alma? ¿Quién osará decirlo?
¿Es acaso la memoria como el vientre del alma, y la alegría y tristeza como un manjar,
dulce o amargo; y que una vez encomendadas a la memoria son como las cosas transmitidas al
vientre, que pueden ser guardadas allí, mas no gustadas?. Ridículo sería asemejar estas
cosas con aquéllas; sin embargo, no son del todo desemejantes.
22. Mas he aquí que, cuando digo que son cuatro las
perturbaciones de alma deseo, alegría, miedo y tristeza, de la memoria lo saco; y cuanto
sobre ellas pudiera disputar, dividiendo cada una en particular en las especies de sus
géneros respectivos y definiéndolas, allí hallo lo que he de decir y de allí lo saco,
sin que cuando las conmemoro recordándolas sea perturbado con ninguna de dichas
perturbaciones; y ciertamente, allí estaban antes que yo las recordase y volviese sobre
ellas; por eso pudieron ser tomadas de allí mediante el recuerdo. ¿Quizá, pues, son
sacadas de la memoria estas cosas recordándolas, como del vientre el manjar rumiando? Mas
entonces, ¿por qué no se siente en la boca del pensamiento del que disputa, esto es, de
quien las recuerda, la dulzura de la alegría o la amargura de la tristeza? ¿Acaso es
porque la comparación que hemos puesto, no semejante en todo, es precisamente desemejante
en esto? Porque ¿quién querría hablar de tales cosas si cuantas veces nombramos el
miedo o la tristeza nos viésemos obligados a padecer tristeza o temor?
Y, sin embargo, ciertamente no podríamos nombrar estas cosas si
no hallásemos en nuestra memoria no sólo los sonidos de los nombres según las imágenes
impresas en ella por los sentidos del cuerpo, sino también las nociones de las cosas
mismas, las cuales no hemos recibido por ninguna puerta de la carne, sino que la misma
alma, sintiéndolas por la experiencia de sus pasiones, las encomendó a la memoria, o
bien ésta misma, sin haberle sido encomendadas, las retuvo para sí.
23. Mas, si es por medio de imágenes o no, ¿quién lo podrá
fácilmente decir? En efecto: nombro la piedra, nombro el sol, y no estando estas cosas
presentes en mí sentidos, están ciertamente presentes en mi memoria sus imágenes.
Nombro el dolor del cuerpo, que no se halla presente en mí,
porque no me duele nada, y, sin embargo, si su imagen no estuviera en mi memoria, no
sabría lo que decía, ni en las disputas sabría distinguirle del deleite.
Nombro la salud del cuerpo, estando sano de cuerpo: en este caso
tengo presente la cosa misma; sin embargo, si su imagen no estuviese en mi memoria, de
ningún modo recordaría lo que quiere significar el sonido de este nombre; ni los
enfermos, nombrada la salud, entenderían qué era lo que se les decía, si no tuviesen en
la memoria su imagen, aunque la realidad de ella esté lejos de sus cuerpos.
Nombro los números con que contamos, y he aquí que ya están
en mi memoria, no sus imágenes, sino ellos mismos.
Nombro la imagen del sol, y preséntase ésta en mi memoria, mas
lo que recuerdo no es una imagen de su imagen, sino esta misma, la cual se me presenta
cuando la recuerdo.
Nombro la memoria y conozco lo que nombro; pero ¿dónde lo
conozco, si no es en la memoria misma? ¿Acaso también ella está presente a sí misma
por medio de su imagen y no por sí misma?
24. ¿Y qué cuando nombro el olvido y al mismo tiempo conozco
lo que nombro? ¿De dónde podría conocerlo yo si no lo recordase? No hablo del sonido de
esta palabra, sino de la cosa que significa, la cual, si la hubiese olvidado, no podría
saber el valor de tal sonido. Cuando, pues, me acuerdo de la memoria, la misma memoria es
la que se me presenta y a si por sí misma; mas cuando recuerdo el olvido, preséntanseme
la memoria y el olvido: la memoria con que me acuerdo y el olvido de que me acuerdo.
Pero ¿qué es el olvido sino privación de memoria? Pues
¿cómo está presente en la memoria para acordarme de él, siendo así que estando
presente no puedo recordarle? Mas si, es cierto que lo que recordamos lo retenemos en la
memoria, y que, si no recordásemos el olvido, de ningún modo podríamos, al oír su
nombre, saber lo que por él se significa, síguese que la memoria retiene el olvido.
Luego está presente para que no olvidemos la cosa que olvidamos cuando. se presenta.
¿Deduciremos de esto que cuando lo recordamos no está presente en la memoria por sí
mismo, sino por su imagen, puesto que, si estuviese presente por sí mismo, el olvido no
haría que nos acordásemos, sino que nos olvidásemos? Mas al fin, ¿quién podrá
indagar esto? ¿Quién comprenderá su modo de ser?
25. Ciertamente, Señor, trabajo en ello y trabajo en mí mismo,
y me he hecho a mí mismo tierra de dificultad y de excesivo sudor. Porque no exploramos
ahora las regiones del cielo, ni medimos las distancias de los astros, ni buscamos los
cimientos de la tierra; soy yo el que recuerdo, yo el alma. No es gran maravilla si digo
que está lejos de mi cuanto no soy yo; en cambio, ¿qué cosa más cerca de mí que yo
mismo? Con todo, he aquí que, no siendo este «mí» cosa distinta de mi memoria, no
comprendo la fuerza de ésta .
Pues ¿qué diré, cuando de cierto estoy que yo recuerdo el
olvido? ¿Diré acaso que no está en mi memoria lo que recuerdo? ¿O tal vez habré de
decir que el olvido está en mi memoria para que no me olvide? Ambas cosas son
absurdísimas. ¿Qué decir de lo tercero? Mas ¿con qué fundamento podré decir que mi
memoria retiene las imágenes del olvido, no el mismo olvido, cuando lo recuerda? ¿Con
qué fundamento, repito, podré decir esto, siendo así que cuando se imprime la imagen de
alguna cosa en la memoria es necesario que primeramente esté presente la misma cosa, para
que con ella pueda grabarse su imagen? Porque así es como me acuerdo de Cartago y así de
todos los demás lugares en que he estado; así del rostro de los hombres que he visto y
de las noticias de los demás sentidos; así de la salud o dolor del cuerpo mismo; las
cuales cosas, cuando estaban presentes, tomó de ellas sus imágenes la memoria, para que,
mirándolas yo presentes, las repasase en mi alma cuando me acordase de dichas cosas
estando ausentes.
Ahora bien, si el olvido está en la memoria en imagen no por
sí mismo, es evidente que tuvo que estar éste presente. para que fuese abstraída su
imagen. Mas cuando estaba presente, ¿cómo esculpía en la memoria su imagen, siendo así
que el olvido borra con su presencia lo, ya delineado? Y, sin embargo, de cualquier modo
que ello seaaunque este modo sea incomprensible e inefable, yo estoy cierto
que recuerdo el olvido mismo con que se sepulta lo que recordamos.
26. Grande es la virtud de la memoria y algo que me causa
horror, Dios mío: multiplicidad infinita y profunda. Y esto es el alma y esto soy yo
mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy? Vida varia y multiforme y
sobremanera inmensa. Vedme aquí en los campos y antros e innumerables cavernas de mi
memoria, llenas innumerablemente de géneros innumerables de cosas, ya por sus imágenes,
como las de todos los cuerpos; ya por presencia, como las de las artes; ya por no sé qué
nociones o notaciones, como las de los afectos del alma, las cuales, aunque el alma no las
padezca, las tiene la memoria, por estar en el alma cuanto está en la memoria. Por todas
estas cosas discurro y vuelo de aquí para allá y penetro cuando puedo, sin que dé con
el fin en ninguna parte. ¡Tanta es la virtud de la memoria, tanta es la virtud de la vida
en un hombre que vive mortalmente!
¿Qué haré, pues, oh tú, vida mía verdadera, Dios mío?
¿Traspasaré también esta virtud mía que se llama memoria? ¿La traspasaré para llegar
a ti, luz dulcísima? ¿Qué dices? He aquí que ascendiendo por el alma hacia ti, que
estás encima de mí, traspasaré también esta facultad mía que se llama memoria,
queriendo tocarte por donde puedes ser tocado y adherirme a ti por donde puedes ser
adherido. Porque también las bestias y las aves tienen memoria, puesto que de otro modo
no volverían a sus madrigueras y nidos, ni harían otras muchas cosas a las que se
acostumbran, pues ni aun acostumbrarse pudieran a ninguna si no fuera por la memoria.
Traspasaré, pues, aun la memoria para llegar a aquel que me separó de los cuadrúpedos y
me hizo más sabio que las aves del cielo; traspasaré, sí, la memoria. Pero ¿dónde te
hallaré, ¡oh, tú, verdaderamente bueno y suavidad segura!, dónde te hallaré?
Porque si te hallo fuera de mi memoria, olvidado me he de ti, y si no me acuerdo de ti,
¿cómo ya te podré hallar?
27. Perdió la mujer la dracma y la buscó con la linterna; mas
si no la hubiese recordado, no la hallara tampoco; porque si no se acordara de ella,
¿cómo podría saber, al hallarla, que era la misma?
Yo recuerdo también haber buscado y hallado muchas cosas
perdidas; y sé esto porque cuando buscaba alguna de ellas y se me decía: «¿Es por
fortuna esto?», «¿Es acaso aquello?», siempre decía que «no», hasta que se me
ofrecía la que buscaba, de la cual, si yo no me acordara, fuese la que fuese, aunque se
me ofreciera, no la hallara, porque no la reconociera. Y siempre que perdemos y hallamos
algo sucede lo mismo.
Sin embargo, si alguna cosa desaparece de la vista por
casualidadno de la memoria, como sucede con un cuerpo cualquiera visible,
consérvase interiormente su imagen y se busca aquél hasta que es devuelto a la vista; el
cual, al ser hallado, es reconocido por la imagen que llevamos dentro. Ni decimos haber.
hallado lo que había perecido si no lo reconocemos, ni lo podemos reconocer si no lo
recordamos; pero esto, aunque ciertamente había perecido para los ojos, mas era retenido
en la memoria.
28. ¿Y qué cuando es la misma memoria la que pierde algo, como
sucede cuando olvidamos alguna cosa y la buscamos para recordarla? ¿Dónde al fin la
buscamos sino en la misma memoria? Y si por casualidad aquí se ofrece una cosa por otra,
la rechazamos hasta que se presenta lo que buscamos. Y cuando se presenta decimos: «Esto
es»; lo cual no dijéramos si no la reconocíeramos, ni la reconoceríamos si no la
recordásemos. Ciertamente, pues, la habíamos olvidado. ¿Acaso era que no había
desaparecido del todo, y por la parte que era retenida buscaba la otra parte? Porque
sentíase la memoria no revolver conjuntamente las cosas que antes conjuntamente solía, y
como cojeando por la truncada costumbre, pedía que se le volviese lo que la faltaba:
algo así como cuando vemos o pensamos en un hombre conocido, y,
olvidados de su nombre, nos ponemos a buscarle, a quien no le aplicamos cualquier otro
distinto que se nos ofrezca, porque no tenemos costumbre de pensarle con él, por lo que
los rechazamos todos hasta que se presenta aquel con que, por ser el acostumbrado y
conocido, descansamos plenamente.
Mas éste, ¿de dónde se me presenta sino de la memoria misma?
Porque si alguno nos lo advierte, el reconocerlo de aquí viene. Porque no lo aceptamos
como cosa nueva, sino que, recordándolo, aprobamos ser lo que se nos ha dicho, ya que, si
se borrase plenamente del alma, ni aun advertidos lo recordaríamos.
No se puede, pues, decir que nos olvidamos totalmente, puesto
que nos acordamos al menos de habernos olvidado y de ningún modo podríamos buscar lo
perdido que absolutamente hemos olvidado .
29. ¿Y a ti, Señor, de qué modo te puedo buscar? Porque
cuando te busco a ti, Dios mío, la vida bienaventurada busco. Búsquete yo para que viva
mi alma, porque si mi cuerpo vive de mi alma, mi alma vive de ti ¿Cómo, pues, busco la
vida bienaventuradaporque no la poseeré hasta que diga «Basta» allí donde
conviene que lo diga, cómo la busco, pues?¿Acaso por medio de la reminiscencia,
como si la hubiera olvidado, pero conservado el recuerdo del olvido? ¿O tal vez por el
deseo de saber una cosa ignorada, sea por no haberla conocido, sea por haberla olvidado
hasta el punto de olvidarme de haberme olvidado?
¿Pero acaso río es la vida bienaventurada la que todos
apetecen, sin que haya ninguno que no la desee? Pues ¿dónde la conocieron para así
quererla? ¿Dónde la vieron para amarla? Ciertamente que tenemos su imagen no sé de qué
modo. Mas es diverso el modo de serlo el que es feliz por poseer realmente aquélla y los
que son felices en esperanza. Sin duda que éstos la poseen de modo inferior a aquellos
que son felices en realidad; con todo, son mejores que aquellos otros que ni en realidad
ni en esperanza son felices; los cuales, sin embargo, no desearan tanto ser felices si no
la poseyeran de algún modo; y que lo desean es certísimo. Yo no sé cómo lo han
conocido y, consiguientemente, ignoro en qué noción la poseen, sobre la cual deseo
ardientemente saber si reside en la memoria; porque se está en ésta, ya fuimos en algún
tiempo felices: ahora, si todos individualmente o en aquel hombre que primero pecó, y en
el cual todos morimos y de quien todos hemos nacido con miseria, no me preocupa por el
momento, sino lo que me interesa saber es si la vida bienaventurada está en la memoria;
porque ciertamente que no la amaríamos si no la conociéramos. Oímos este nombre y todos
confesamos que apetecemos la cosa misma; porque no es el sonido lo que nos deleita, ya que
éste, cuando lo oye en latín un griego, no le causa ningún deleite, por ignorar su
significado; en cambio, nos lo causa a nosotroscomo se lo causaría también a
aquél si se la nombrasen en griego, porque la cosa misma ni es griega ni latina, y
ésta es la que desean poseer griegos y latinos, y los hombres de todas .las lenguas.
Luego es de todos conocida aquélla; y si pudiesen ser
interrogados «si querían ser felices», todos a una responderían sin vacilaciones que
querían serlo. Lo cual no podría ser si la cosa misma, cuyo nombre es éste, no
estuviese en su memoria.
30. ¿Acaso está así como recuerda a, Cartago quien la ha
visto? No; porque la vida bienaventurada no se ve con los ojos, porque no es cuerpo.
¿Acaso como recordamos los números? No; porque el que tiene noticia de éstos no desea
ya alcanzarlos; en cambio, la vida bienaventurada, aunque la tenemos en conocimiento y por
eso la amamos, con todo, la deseamos alcanzar, a fin de ser felices.
¿Tal vez como recordamos la elocuencia? Tampoco; porque aunque
al oír este nombre se acuerdan de su realidad aquellos que aún no son elocuentesy
son muchos los que desean serlo, por donde se ve que tienen noticia de ella, sin
embargo, esta noticia les ha venido por los sentidos del cuerpo, viendo a otros
elocuentes, y deleitándose con ellos, y deseando ser como ellos, aunque ciertamente no se
deleitaran si no fuera por la noticia interior que tienen de ella, ni desearan esto si no
se hubiesen deleitado; y la vida bienaventurada no la hemos experimentado en otros por
ningún sentido.
¿Será por ventura como cuando recordamos el gozo? Tal vez sea
así. Porque así como estando triste recuerdo mi gozo pasado, así siendo miserable
recuerdo la vida bienaventurada; por otra parte, por ningún sentido del cuerpo he visto,
ni oído, ni olfateado, ni gustado, ni tocado jamás el gozo, sino que lo he experimentado
en mi alma cuando he estado alegre, y se adhirió su noticia a mi memoria para que pudiera
recordarle, unas veces con desprecio, otras con deseo, según los diferentes objetos del
mismo de que recuerdo haberme gozado.
Porque también me sentí en algún tiempo inundado de gozo de
cosas torpes, recordando el cual ahora lo detesto y execro, así como otras veces de cosas
honestas y buenas, el cual lo recuerdo deseándolo; aunque tal vez uno y otro estén
ausentes, y por eso recuerde estando triste el pasado gozo.
31. Pues ¿dónde y cuándo he experimentado yo mi vida
bienaventurada, para que la recuerde, la ame y la desee? Porque no sólo yo, o yo con unos
pocos, sino todos absolutamente quieren ser felices, lo cual no deseáramos con tan cierta
voluntad si no tuviéramos de ella noticia cierta.
Pero ¿en qué consiste que si se pregunta a dos individuos sí
quieren ser militares, tal vez uno de ellos responda que quiere y el otro que no quiere,
y, en cambio, si se les pregunta a ambos si quieren ser felices, uno y otro al punto y sin
vacilación alguna respondan que lo quieren y que no por otro fin que por ser felices
quiere el uno la milicia y el otro no la quiere? ¿No será tal vez porque el uno se goza
en una cosa y el otro en otra? De este modo concuerdan todos en querer ser felices, como
concordarían, si fuesen preguntados de ello, en querer gozar, gozo al cual llaman vida
bienaventurada. Y así, aunque uno la alcance por un camino y otro por otro, uno es, sin
embargo, el término adonde todos se empeñan por llegar: gozar. Lo cual, por ser cosa que
ninguno puede decir que no ha experimentado, cuando oye el nombre de «vida
bienaventurada», hallándola.,en la memoria, la reconoce.
32. Lejos, Señor, lejos del corazón de tu siervo, que se
confiesa a ti, lejos de mí juzgarme feliz por cualquier gozo que disfrute. Porque hay
gozo que no se da a los impíos, sino a los que generosamente te sirven, cuyo gozo eres
tú mismo. Y la misma vida bienaventurada no es otra cosa que gozar de ti, para ti y por
ti: ésa es y no otra. Mas los que piensan que es otra, otro es también el gozo que
persiguen, aunque no el verdadero. Sin embargo, su voluntad no se aparta de cierta imagen
de gozo.
33. No es, pues, cierto que todos quieran ser felices, porque
los que no quieren gozar de ti, que eres la única vida feliz, no quieren realmente la
vida feliz. ¿O es acaso que todos la quieren, pero como la carne apetece contra el
espíritu y el espíritu contra la carne para que no hagan lo que quieren, caen sobre lo
que pueden y con ello se contentan, porque aquello que no pueden no lo quieren tanto
cuanto es menester para poderlo?
Porque, si yo pregunto a todos si por ventura querrían gozarse
más de la verdad que de la falsedad, tan no dudarían en decir que querían más de la
verdad cuanto no dudan en decir que quieren ser felices. La vida feliz es, pues, gozo de
la verdad, porque éste gozo de ti, que eres la verdad, ¡oh Dios, luz mía, salud de mi
rostro, Dios mío! Todos desean esta vida feliz todos quieren esta vida, la sola feliz;
todos quieren el gozo de la verdad.
Muchos he tratado a quienes gusta engañar; pero que quieran ser
engañados, a ninguno. ¿Dónde conocieron, pues, esta vida feliz sino allí donde
conocieron la verdad? Porque también aman a ésta por no querer ser engañados, y cuando
aman la vida feliz, que no es otra cosa que gozo de la verdad, ciertamente aman la verdad;
mas no la amaran si no hubiera en su memoria noticia alguna de ella. ¿Por qué, pues, no
se gozan de ella? ¿Por qué no son felices? Porque se ocupan más intensamente en otras
cosas que les hacen más bien miserables que felices con aquello que débilmente recuerdan
Pues todavía hay un poco de luz en los hombres: caminen,
caminen; no se les echen encima las tinieblas.
34. Pero ¿por qué «la verdad pare el odio» y se les hace
enemigo tu hombre, que les predica la verdad, amando como aman la vida feliz, que no es
otra cosa que gozo de la verdad? No por otra cosa sino porque de tal modo se ama la
verdad, que quienes aman otra cosa que ella quisieran que esto que aman fuese la verdad. Y
como no quieren ser engañados, tampoco quieren ser convictos de error; y así, odian la
verdad por causa de aquello mismo que aman en lugar de la verdad. Amanla cuando brilla,
ódianla cuando les reprende; y porque no quieren ser engañados y gustan de engañar,
ámanla cuando se descubre a sí y ódianla cuando les descubre a ellos. Pero ella les
dará su merecido, descubriéndolos contra su voluntad; ellos, que no quieren ser
descubiertos por ella, sin que a su vez ésta se les manifieste.
Así, así, aun así el alma humana, aun así ciega y lánguida,
torpe e indecente, quiere estar oculta, no obstante que no quiera que se le oculte nada.
Mas lo que le sucederá es que ella quedará descubierta ante la verdad sin que ésta se
descubra a ella. Pero aun así, miserable como es, quiere más gozarse con las cosas
verdaderas que en las falsas.
Bienaventurado será, pues, si libre de toda molestia se
alegrase de sola la verdad, por quien son verdaderas todas las cosas.
35. Ved aquí cuánto me he extendido por mi memoria buscándote
a ti, Señor, y no te hallé fuera de ella. Porque, desde que te conocí no he hallado
nada de ti de que no me haya acordado; pues desde que te conocí no me he olvidado de ti.
Porque allí donde hallé la verdad, allí hallé a mi Dios, la misma verdad, la cual no
he olvidado desde que la aprendí. Así, pues, desde que te conocí, permaneces en mi
memoria y aquí te hallo cuando me acuerdo de ti y me deleito en ti. Estas son las santas
delicias mías que tú me donaste por tu misericordia, poniendo los ojos en mi pobreza.
36. Pero ¿en dónde permaneces en mi memoria, Señor; en dónde
permaneces en ella? ¿Qué habitáculo te has construido para ti en ella? ¿Qué santuario
te has edificado? Tú has otorgado a mi memoria este honor de permanecer en ella; mas en
qué parte de ella permaneces es de lo que ahora voy a tratar.
Porque cuando te recordaba, por no hallarte entre las imágenes
de las cosas corpóreas, traspasé aquellas sus partes que tienen también las bestias, y
llegué a aquellas otras partes suyas en donde tengo depositadas las afecciones del alma,
que tiene en mi memoria porque también el alma se acuerda de sí misma, y ni
aun aquí estabas tú; porque así como no eres imagen corporal ni afección vital, como
es la que se siente cuando nos alegramos, entristecemos, deseamos, tememos, recordamos,
olvidamos y demás cosas por el estilo, así tampoco eres alma , porque tú eres el Señor
Dios del alma, y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces inconmutable
sobre todas las cosas, habiéndote dignado habitar en mi memoria desde que te conocí.
Mas ¿por qué busco el lugar de ella en que habitas, como si
hubiera lugares allí? Ciertamente habitas en ella, porque me acuerdo de ti desde que te
conocí, y en ella te hallo cuando te recuerdo.
37. Pues ¿dónde te hallé para conocerteporque
ciertamente no estabas en mi memoria antes que te conociese, dónde te hallé, pues,
para conocerte, sino en ti sobre mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y nos
acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar. ¡ Oh Verdad!, tú presides en
todas partes a todos los que te consultan, y a un tiempo respondes a todos los que te
consultan, aunque sean cosas diversas. Claramente tú respondes, pero no todos oyen
claramente. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que
quieren. Optimo ministro tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que él quisiera
cuanto a querer aquello que de ti oyere.
38. ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te
amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y
deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas
conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no
estuviesen en ti, no serian . Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti;
gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz.
65. ¿Dónde tú no caminaste conmigo, ¡oh Verdad!,
enseñándome lo que debo evitar y lo que debo apetecer, al tiempo de referirte mis puntos
de vista interiores, los que pude, y de los que te pedía consejo? Recorrí el mundo
exterior con el sentido, según me fue posible, y paré mientes en la vida de mi cuerpo
que recibe de mí y de mis sentidos. Después entré en los ocultos senos de mi memoria,
múltiples latitudes llenas de innumerables riquezas por modos maravillosos, los cuales
consideré y quedé espantado, y de todas ellas no pude discernir nada sin ti; mas hallé
que nada de todas estas cosas eras tú. Ni yo mismo, el descubridor, que las recorrí
todas ellas y me esforcé por distinguirlas y valorarlas según su excelencia, recibiendo
unas por medio de los sentidos e interrogándolas, sintiendo otras mezcladas conmigo,
discerniendo y dinumerando los mismos sentidos tranmisores, y dejando aquéllas y sacando
las otras; ni yo mismodigo, cuando hacía esto, o más bien la facultad mía
con que lo hacía, ni aun esta misma eras tú, porque tú eras la luz indeficiente a la
que yo consultaba sobre todas las cosas: si eran, qué eran y en cuánto se debian tener;
y de ella oía lo que me enseñabas y ordenabas. Y esto lo hago yo ahora muchas veces, y
esto es mi deleite; y siempre que puedo desentenderme de los quehaceres forzosos, me
refugio en este placer.
Mas en ninguna de estas cosas que recorro, consultándote a ti,
hallo lugar seguro para mi alma sino en ti, en quien se recogen todas mis cosas dispersas,
sin que se aparte nada de mí.
Algunas veces me introduces en un afecto muy inusitado, en una
no sé qué dulzura interior, que si se completase en mí, no sé ya qué será lo que no
es esta vida. Pero con el peso de mis miserias vuelvo a caer en estas cosas terrenas y a
ser reabsorbido por las cosas acostumbradas, quedando cautivo en ellas. Mucho lloro, pero
mucho más soy detenido por ellas. ¡Tanto es el poder de la costumbre! Aquí puedo estar
y no quiero; allí quiero y no puedo. Infeliz en ambos casos.
66. Por eso consideré las enfermedades de mis pecados en su
triple concupiscencia e invoqué tu diestra para mi salud. Porque vi tu esplendor con
corazón enfermo, y, repelido, dije: ¿Quién podrá llegar allí? Arrojado he sido de la
faz de tus ojos. Tú eres la verdad que preside sobre todas las cosas. Mas yo, por mi
avaricia, no quise perderte, sino que quise poseer contigo la mentira; del mismo modo que
nadie quiere decir la mentira hasta el punto que ignore lo que es la verdad. Y así yo te
perdí, porque no te dignas ser poseído con la mentira.
67. ¿Quién hallaría yo que me reconciliase contigo? ¿Debí
recurrir a los ángeles? ¿Y con qué preces, con qué sacramentos? Muchos, esforzándose
por volver a ti y no pudiendo por sí mismos, tentaron, según oigo, este camino y cayeron
en deseos de visiones curiosas y merecieron ser engañados, porque te buscaban con el
fasto de la ciencia, hinchando más bien que hiriendo sus pechos; y atrajeron hacia así,
por la semejanza de su corazón, a las potestades aéreas, conspiradoras y cómplices de
su soberbia, las cuales con sus poderes mágicos les engañaron, por buscar un mediador
que los juzgara, que no era tal, sino un diablo transfigurado en ángel de luz. El cual
atrajo sobremanera a la carne soberbia, por el hecho mismo de carecer de cuerpo carnal.
Eran ellos mortales y pecadores, y tú, Señor, con quien ellos buscaban soberbiamente
reconciliarse, inmortal y sin pecado.
Mas era necesario que el Mediador entre Dios y los hombres
tuviese algo de común con Dios y algo de común con los hombres, no fuese que, siendo
semejante en ambos extremos a los hombres, estuviese alejado de Dios; o, siendo semejante
en ambos extremos a Dios, estuviese alejado de los hombres, y así no pudiera ser
mediador.
Así, pues, aquel mediador falaz por quien merece, según tus
secretos juicios, ser engañada la soberbia, una cosa tiene de común con los hombres; es
a saber, el pecado; y otra que quiere aparentar tener con Dios, mostrándose inmortal por
la razón de no hallarse revestido de la carne mortal. Pero como el estipendio del pecado
es la muerte, síguese que tiene esto de común con los hombres, por lo que juntamente con
ellos será condenado a muerte.
68. Mas el verdadero Mediador, a quien por tu secreta
misericordia revelaste a los humildes y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen
hasta la misma humildad; aquel Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús,
apareció entre los pecadores mortales Justo Inmortal, mortal con los hombres, justo con
Dios, para que, pues el estipendio de la justicia es la vida y la paz, por medio de la
justicia unida a Dios fuese destruida en los impíos justificados la muerte, que se dignó
tener de común con ellos. Este Mediador fue mostrado a los antiguos santos para que
fuesen salvos por la fe en su pasión futura, como nosotros lo somos por la fe en la ya
pasada. Porque en tanto es Mediador en cuanto Hombre; pues en cuanto Verbo no puede ser
intermediario, por ser igual a Dios, Dios en Dios y juntamente con él un solo Dios.
69. ¡ Oh cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu
Hijo único, sino que le entregaste por nosotros, impíos! ¡Oh cómo nos amaste,
haciéndose por nosotros, quien no tenía por usurpación ser igual a ti, obediente hasta
la muerte de cruz, siendo el único libre entre los muertos, teniendo potestad para dar su
vida y para nuevamente recobrarla. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima, y por
eso vencedor, por ser víctima; por nosotros sacerdote y sacrificio ante ti, y por eso
sacerdote, por ser sacrificio, haciéndonos para ti de esclavos hijos, y naciendo de ti
para servirnos a nosotros.
Con razón tengo yo gran esperanza en él de que sanarás todos
mis languores por su medio, porque el que está sentado a tu diestra te suplica por
nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son las dolencias, sí;
muchas y grandes son, aunque más grande es tu Medicina. De no haberse hecho tu Verbo
carne y habitado entre nosotros, con razón hubiéramos podido juzgarle apartado de la
naturaleza humana y desesperar de nosotros.
70. Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria,
había tratado en mi corazón y pensado huir a la soledad; mas tú me lo prohibiste y me
tranquilizaste, diciendo: Por eso murió Cristo por todos, para que los que viven ya no
vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos.
He aquí, Señor., que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que
viva y pueda considerar las maravillas de tu ley. Tú conoces mi ignorancia y mi
debilidad: enséñame y sáname. Aquel tu Unigénito en quien se hallan escondidos todos
los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, me redimió con su sangre. No me calumnien
los soberbios, porque pienso en mi rescate, y lo como y bebo y distribuyo, y, pobre, deseo
saciarme de él en compañía de aquellos que lo comen y son saciados. Y alabarán al
Señor los que le buscan.
LIBRO UNDÉCIMO
12. ¿No es verdad que están llenos de su vetustez quienes nos
dicen: ¿Qué hacía Dios antes que hiciese el cielo y la tierra? Porque si estaba ocioso,
dicen, y no obraba nada, ¿por qué no permaneció así siempre y en adelante como hasta
entonces había estado, sin obrar? Porque si para dar la existencia a alguna criatura es
necesario que surja un movimiento nuevo en Dios y una nueva voluntad, ¿cómo puede haber
verdadera eternidad donde nace una voluntad que antes no existía? Porque la voluntad de
Dios no es creación alguna, sino anterior a toda creación; porque en modo alguno sería
creado nada si no precediese la voltutad del creador. Pero la voluntad de Dios pertenece a
su misma sustancia; luego si en la sustancia de Dios ha nacido algo que antes no había,
no se puede decir ya con verdad que aquella sustancia es eterna. Mas si la voluntad de
Dios de que fuese la criatura era sempiterna, ¿por qué no había de ser también
sempiterna la criatura?
13. Quienes así hablan, todavía no te entienden, ¡oh
sabiduría de Dios, luz de las mentes!; todavía no entienden cómo se hagan las cosas que
son hechas en ti y por ti, y se empeñan por saber las cosas eternas; pero su corazón
revolotea aún sobre los movimientos pretéritos y futuros de las cosas y es aún vano.
¿Quién podrá detenerle y fijarle, para que se detenga un poco y capte por un momento el
resplandor de la eternidad, que siempre permanece, y la compare con los tiempos, que nunca
permanecen, y vea que es incomparable, y que el tiempo largo no se hace largo sino por
muchos movimientos que pasan y que no pueden coexistir a la vez, y que en la eternidad, al
contrario, no pasa nada, sino que todo es presente, al revés del tiempo, que no puede
existir todo él presente; y vea, finalmente, que todo pretérito es empujado por el
futuro, y que todo futuro está precedido de un pretérito, y todo lo pretérito y futuro
es creado y transcurre por lo que es siempre presente? ¿Quién podrá detener, repito, el
corazón del hombre para que se pare y vea cómo, estando fija, dicta los tiempos futuros
y pretéritos la eternidad, que no es futura ni pretérita? ¿Acaso puede realizar esto mi
mano o puede obrar cosa tan grande la mano de mi boca por sus discursos?
14. He aquí que yo respondo al que preguntaba: «¿Qué hacía
Dios antes que hiciese el cielo y la tierra?» Y respondo, no lo que se dice haber
respondido un individuo bromeándose, eludiendo la fuerza de la cuestión:
«Preparabacontestólos castigos para los que escudriñan las cosas altas.»
Una cosa es ver, otra reír. Yo no responderé tal cosa. De mejor gana respondería: «No
lo sé», lo que realmente no sé, que no aquello por lo que fue mofado quien preguntó
cosas altas y fue alabado quien respondió cosas falsas.
Mas digo yo que tú, Dios nuestro, eres el creador de toda
criatura; y si con el nombre de cielo y tierra se entiende toda criatura, digo con audacia
que antes que Dios hiciese el cielo y la tierra, no hacía nada. Porque si hiciese algo,
¿qué podía hacer sino una criatura? Y ¡ojalá que así supiese lo que deseo saber
útilmente, como sé que ninguna criatura fue hecha antes de que alguna criatura fuese
hecha!
15. Mas si la mente volandera de alguno, vagando por las
imágenes de los tiempos anteriores [a la creación], se admirase de que tú, Dios
omnipotente, y omnicreante, y omniteniente, artífice del cielo y de la tierra, dejaste
pasar un sinnúmero de siglos antes de que hicieses tan gran obra, despierte y
advierta que admira cosas falsas. Porque ¿cómo habían de pasar innumerables siglos,
cuando aún no los habías hecho tú, autor y creador de los siglos? ¿O qué tiempos
podían existir que no fuesen creados por ti? ¿Y cómo habían de pasar, si nunca habían
sido? Luego, siendo tú el obrador de todos los tiempos, si existió algún tiempo antes
de que hicieses el cielo y la tierra, ¿por qué se dice que cesabas de obrar? Porque tú
habías hecho el tiempo mismo; ni pudieron pasar los tiempos antes de que hicieses los
tiempos.
Mas si antes del cielo y de la tierra no existía ningún
tiempo, ¿por qué se pregunta qué era lo que entonces hacías? Porque realmente no
había tiempo donde no había entonces.
16. Ni tú precedes temporalmente a los tiempos: de otro modo no
precederías a todos los tiempos. Mas precedes a todos los pretéritos por la celsitud de
tu eternidad, siempre presente; y superas todos los futuros, porque son futuros, y cuando
vengan serán pretéritos. Tú, en cambio, eres el mismo, y tus años no mueren. Tus años
ni van ni vienen, al contrario de estos nuestros, que van y vienen, para que todos sean.
Tus años existen todos juntos, porque existen; ni son excluidos los que van por los que
vienen, porque no pasan; mas los nuestros todos llegan a ser cuando ninguno de ellos
exista ya. Tus años son un día, y tu día no es un cada día, sino un hoy, porque tu hoy
no cede el paso al mañana ni sucede al día de ayer. Tu hoy es la eternidad; por eso
engendraste coeterno a ti a aquel a quien dijiste: Yo te he engendrado hoy. Tú hiciste
todos los tiempos, y tú eres antes de todos ellos; ni hubo un tiempo en que no había
tiempo.
17. No hubo, pues, tiempo alguno en que tú no hicieses nada,
puesto que el mismo tiempo es obra tuya. Mas ningún tiempo te puede ser coeterno, porque
tú eres permanente, y éste, si permaneciese, no sería tiempo ¿Qué es, pues, el
tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo
con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y
conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él,
sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar
a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero
explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé
que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo
futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos,
pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro
todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser
pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es
necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón
de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el
tiempo sino en cuanto tiende a no ser?
18. Y, sin embargo, decimos «tiempo largo» y «tiempo breve»,
lo cual no podemos decirlo más que del tiempo pasado y futuro. Llamamos tiempo pasado
largo, v.gr., a cien años antes de ahora, y de igual modo tiempo futuro largo a cien
años después; tiempo pretérito breve, si decimos, por ejemplo, hace diez días, y
tiempo futuro breve, si dentro de diez días. Pero ¿cómo puede ser largo o breve lo que
no es? Porque el pretérito ya no es, y el futuro todavía no es. No digamos, pues, que
«es largo», sino, hablando del pretérito, digamos que «fue largo», y del futuro, que
«será largo».
¡Oh Dios mío y luz mía!, ¿no se burlará en esto tu Verdad
del hombre? Porque el tiempo pasado que fue largo, ¿fue largo cuando era ya pasado o tal
vez cuando era aún presente? Porque entonces podía ser largo, cuando había de qué ser
largo; y como el pretérito ya no era, tampoco podía ser largo, puesto que de ningún
modo existía. Luego no digamos: «El tiempo pasado fue largo», porque no hallaremos que
fue largo, por la razón de que lo que es pretérito, por serlo, no existe; sino digamos:
«Largo fue aquel tiempo siendo presente», porque siendo presente fue cuando era largo;
todavía, en efecto, no había pasado para dejar de ser, por lo que era y podía ser
largo; pero después que pasó, dejó de ser largo, al punto que dejó de existir.
19. Pero veamos, ¡oh alma mía!, si el tiempo presente puede
ser largo; porque se te ha dado poder sentir y medir las duraciones. ¿Qué me respondes?
¿Cien años presentes son acaso un tiempo largo? Mira primero si pueden estar presentes
cien años. Porque si se trata del primer año, es presente; pero los noventa y nueve son
futuros, y, por tanto, no existen todavía; pero si estamos en el segundo, ya tenemos uno
pretérito, otro presente, y los restantes, futuros. Y así de cualquiera de cada uno de
los años medios de este número centenario que tomemos como presente: todos los
anteriores a él serán pasados; todos los que vengan después de él, futuros. Por todo
lo cual no pueden ser presentes los cien años.
Pero veamos si aun el año que se toma es presente. En efecto:
si de él el primer mes es presente, los restantes son futuros; si se trata del segundo,
ya el primero es pasado, y los restantes no son aún. Luego ni aun el año en cuestión es
todo presente; y si no es. todo presente, no es el año presente; porque el año consta de
doce meses, de los cuales cualquier mes que se tome es presente siendo los restantes
pasados o futuros.
Pero es que ni el mes que corre es todo presente, sino un día.
Porque si lo es el primero, los restantes son futuros; si es el último, los restantes son
pasados; si alguno de los intermedios, unos serán pasados, otros futuros.
20. He aquí el tiempo presenteel único que hallamos
debió llamarse largo, que apenas si se reduce al breve espacio de un día. Pero
discutamos aún esto mismo. Porque ni aun el día es todo él presente. Compónese éste,
en efecto, de veinticuatro horas entre las nocturnas y diurnas, de las cuales la primera
tiene como futuras las restantes, y la última como pasadas todas las demás, y cualquiera
de las intermedias tiene delante de ella pretéritas y después de ella futuras. Pero aun
la misma hora está compuesta de partículas fugitivas, siendo pasado lo que ha
transcurrido de ella, y futuro lo que aún le queda.
Si, pues, hay algo de tiempo que se pueda concebir como
indivisible en partes, por pequeñísimas que éstas sean, sólo ese momento es el que
debe decirse presente; el cual, sin embargo, vuela tan rápidamente del futuro al pasado,
que no se detiene ni un instante siquiera. Porque, si se detuviese, podría dividirse en
pretérito y futuro, y el presente no tiene espacio ninguno.
¿Dónde está, pues, el tiempo que llamamos largo? ¿Será
acaso el futuro? Ciertamente que no podemos decir de éste que es largo, porque todavía
no existe qué sea largo; sino decimos
que será largo; y si fuese largo, cuando saliendo del futuro,
que todavía no es, comenzare a ser y fuese hecho presente para poder ser largo, ya dama
el tiempo presente, con las razones antedichas, que no puede ser largo.
21. Y, sin embargo, Señor, sentimos los intervalos de los
tiempos y los comparamos entre sí, y decirnos que unos son más largos y otros más
breves. También medimos cuánto sea más largo o más corto aquel tiempo que éste, y
decimos que éste es doble o triple y aquél sencillo, o que éste es tanto como aquél.
Ciertamente nosotros medimos los tiempos que pasan cuando sintiéndolos los medimos; mas
los pasados, que ya no son, o los futuros, que todavía no son, ¿quién los podrá medir?
A no ser que se atreva alguien a decir que se puede medir lo que no existe.
Porque cuando pasa el tiempo puede sentirse y medirse; pero
cuando ha pasado ya, no puede, porque no existe.
22. Pregunto yo, Padre, no afirmo: ¡oh Dios mío!, presídeme y
gobiérname. ¿Quién hay que me diga que no son tres los tiempos, como aprendimos de
niños y enseñamos a los niños: pretérito, presente y futuro, sino solamente presente,
por no existir aquellos dos? ¿Acaso también existen éstos, pero como procediendo de un
sitio oculto cuando de futuro se hace presente o retirándose a un lugar oculto cuando de
presente se hace pretérito? Porque si aun no son, ¿dónde los vieron los que predijeron
cosas futuras?; porque en modo alguno puede ser visto lo que no es. Y los que narran cosas
pasadas no narraran cosas verdaderas, ciertamente, si no viesen aquéllas con el alma, las
cuales, si fuesen nada, no podrían ser vistas de ningún modo. Luego existen las cosas
futuras y las pretéritas.
23. Permíteme ir adelante en mi investigación, Señor,
esperanza mía; que no se distraiga mi atención. Porque, si son las cosas futuras y
pretéritas, quiero saber dónde están. Lo cual si no puedo todavía, sé al menos que,
dondequiera que estén, no son allí futuras o pretéritas, sino presentes; porque si
allí son futuras, todavía no son, y si son pretéritas, ya no están allí; dondequiera,
pues, que estén, cualesquiera que ellas sean, no son sino presentes. Cierto que, cuando
se refieren a cosas pasadas verdaderas, no son las cosas mismas que han pasado las que se
sacan de la memoria, sino las palabras engendradas por sus imágenes, que pasando por los
sentidos imprimieron en el alma como su huella. Así, mi puericia, que ya no existe,
existe en el tiempo pretérito, que tampoco existe; pero cuando yo recuerdo o describo su
imagen, en tiempo presente la intuyo, porque existe todavía en mi memoria. Ahora, si es
semejante la causa de predecir los futuros, de modo que se presientan las imágenes ya
existentes de las cosas que aún no son, confieso, Dios mio, que no lo sé. Lo que sí sé
ciertamente es que nosotros premeditamos muchas veces nuestras futuras acciones, y que
esta premeditación es presente, no obstante que la acción que premeditamos aún no
exista, porque es futura; la cual, cuando acometamos y comencemos a poner por obra nuestra
premeditación, comenzará entonces a existir, porque entonces será no futura, sino
presente.
24. Así, pues, de cualquier modo que se halle este arcano
presentimiento de los futuros, lo cierto es que no se puede ver sino lo que es. Mas lo que
es ya, no es futuro, sino presente. Luego cuando se dice que se ven las cosas futuras, no
se ven estas mismas, que todavía no son, esto es, las cosas que son futuras, sino a lo
más sus causas o signos, que existen ya, y por consiguiente ya no son futuras, sino
presentes a los que las ven, y por medio de ellos, concebidos en el alma, son predichos
los futuros. Los cuales conceptos existen ya a su vez, y los intuyen presentes en sí
quienes predicen aquéllos.
Explíqueme esto un ejemplo tomado de la inmensa multitud de
cosas. Contemplo la aurora, anuncio que ha de salir el sol. Lo que veo es presente; lo que
predigo, futuro; no futuro el sol, que ya existe, sino su orto, que todavía no ha sido.
Sin embargo, aun su mismo orto, si no lo imaginara en el alma como ahora cuando digo esto,
no podría predecirlo. Pero ni aquella aurora, que veo en el cielo, es el orto del sol,
aunque le preceda; ni tampoco aquella imaginación mía que retengo en el alma; las cuales
dos cosas se ven presentes para que se pueda predecir aquel futuro. Luego no existen aún
como futuras; y si no existen aún, no existen realmente; y si no existen realmente, no
pueden ser vistas de ningún modo, sino solamente pueden ser predichas por medio de las
presentes que existen ya y se ven.
25. Así, pues, ¡oh Rey de la creación!, ¿cuál es el modo
con que tú enseñas a las almas las cosas que son futuraspuesto que tú las
enseñaste a los profetas, cuál es aquel modo con que enseñas las cosas futuras,
tú para quien no hay nada futuro? ¿O más bien enseñas las cosas presentes acerca de
las futuras? Porque lo que no es, tampoco puede ser ciertamente enseñado. Muy lejos está
este modo de mi vista: excelso es; no podré alcanzarlo por mí, mas lo podré por ti,
cuando lo tuvieres a bien, dulce luz de los ojos míos ocultos.
26. Pero lo que ahora es claro y manifiesto es que no existen
los pretéritos ni los futuros, ni se puede decir con propiedad que son tres los tiempos:
pretérito, presente y futuro; sino que tal vez sería más propio decir que los tiempos
son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las
futuras. Porque éstas son tres cosas que existen de algún modo en el alma, y fuera de
ella yo no veo que existan: presente de cosas pasadas (la memoria), presente de cosas
presentes (visión) y presente de cosas futuras (expectación).
Si me es permitido hablar así, veo ya los tres tiempos y
confieso que los tres existen, Puede decirse también que son tres los tiempos: presente,
pasado y futuro, como abusivamente dice la costumbre; dígase así, que yo no curo de
ello, ni me opongo, ni lo reprendo; con tal que se entienda lo que se dice y no se tome
por ya existente lo que está por venir ni lo que es ya pasado. Porque pocas son las cosas
que hablamos con propiedad, muchas las que decimos de modo impropio, pero que se sabe lo
que queremos decir con ellas.
27. Dije poco antes que nosotros medimos los tiempos cuando
pasan, de modo que podamos decir que este tiempo es doble respecto de otro sencillo, o que
este tiempo es igual que aquel otro, y si hay alguna otra cosa que podamos anunciar
midiendo las partes del tiempo. Por lo cual, como decía, medimos los tiempos cuando
pasan. Y si alguno me dice: «¿De dónde lo sabes?», le responderé que lo sé porque
los medimos, y porque no se pueden medir las cosas que no son, y porque no son los pasados
ni los futuros.
En cuanto al tiempo presente, ¿cómo lo medimos, si no tiene
espacio? Lo medimos ciertamente cuando pasa, no cuando es ya pasado, porque entonces ya no
hay qué medir. Pero ¿de dónde, por dónde y adónde pasa cuando lo medimos? ¿De
dónde, sino del futuro? ¿Por dónde, sino por el presente? ¿Adónde, sino al pasado?
Luego va de lo que aún no es, pasa por lo que carece de espacio y va a lo que ya no es.
Sin embargo, ¿qué es lo que medimos sino el tiempo en algún espacio? Porque no decimos:
sencillo, o doble, o triple, o igual y otras cosas semejantes relativas al tiempo, sino
refiriéndonos a espacios de tiempo. ¿En qué espacio de tiempo, pues, medimos el tiempo
que pasa? ¿Acaso en el futuro de donde viene? Pero lo que aún no es no lo podemos medir.
¿Tal vez en el presente, por donde pasa? Pero tampoco podemos medir el espacio que es
nulo. ¿Será, por ventura, en el pasado, adonde camina? Pero lo que ya no es no podemos
medirlo.
28. Enardecido se ha mi alma en deseos de conocer este
enredadísimo enigma. No quieras ocultar, Señor Dios mío, Padre bueno, te lo suplico por
Cristo, no quieras ocultar a mi deseo estas cosas tan usuales como escondidas, antes bien
penetre en ellas y aparezcan claras, esclarecidas, Señor, por tu misericordia. ¿A quién
he de preguntar sobre ellas? Y ¿a quién podré confesar con más fruto mi impericia que
a ti, a quien no son molestos mis vehementes e inflamados cuidados por tus Escrituras?
Dame lo que amo, pues ciertamente lo amo, y esto es don tuyo. Dámelo, ¡oh Padre!, tú
que sabes dar buenas dádivas a tus hijos; dámelo, porque me he propuesto conocerlas y se
me presenta mucho trabajo en ello, hasta que tú me las abras. Suplícote por Cristo, en
su nombre, en el del Santo de los santos, que nadie me estorbe en ello. También yo he
creído, por eso hablo. Esta es mi esperanza; para ello vivo, a fin de contemplar la
delectación del Señor.
He aquí que has hecho viejos mis días, y pasan; mas ¿cómo?
No lo sé. Y hablamos «de tiempo y de tiempo» y «de tiempos y tiempos», y «¿en
cuánto tiempo dijo aquél esto?», «¿en cuánto tiempo hizo esto aquél ?», y «
¡cuán largo tiempo hace que no vi aquello!», y «esta sílaba tiene doble tiempo
respecto de aquella otra breve sencilla». Decimos estas cosas o las hemos oído, y las
entendemos y somos entendidos. Clarísimas y vulgarísimas son estas cosas, las cuales de
nuevo vuelven a ocultarse, siendo nuevo su descubrimiento.
29. Oí de cierto hombre docto que el movimiento del sol, la
luna y las estrellas es el tiempo; pero no asentí . Porque ¿por qué el tiempo no ha de
ser más bien el movimiento de todos los cuerpos? ¿Acaso si cesaran los luminares del
cielo y se moviera la rueda de un alfarero, no habría tiempo con que pudiéramos medir
las vueltas que daba y decir que tanto tardaba en unas como en otras, o se movía unas
veces más despacio y otras más aprisa, que unas duraban más, otras menos? Y aun
diciendo estas cosas, ¿no hablamos nosotros también en el tiempo? ¿Y cómo habría en
nuestras palabras sílabas largas y sílabas breves, si no es sonando durante más tiempo
aquéllas y menos éstas?
Concede, ¡oh Dios!, a los hombres ver en lo pequeño las
nociones comunes de las cosas pequeñas y grandes. Son las estrellas y luminares del cielo
«signos para distinguir los tiempos, días y años»; lo son sin duda; pero ni yo diría
que una vuelta de aquella ruedecilla de madera es un día, ni tampoco, por lo mismo,
podría decir que dicha vuelta no es tiempo.
30. Lo que yo deseo saber es la virtud y naturaleza del tiempo
con el que medimos el movimiento de los cuerpos y decimos que tal movimiento, v.gr., es
dos veces más largo que éste. Porque pregunto: puesto que se llama día no sólo la
duración del sol sobre la tierra, según la cual una cosa es el día y otra la noche,
sino todo su recorrido de oriente a oriente, según lo cual decimos: «Han pasado tantos
días»incluyendo en «tantos días» sus noches, no contadas aparte, puesto
que el día se cierra con el movimiento del sol y su recorrido de oriente a oriente,
pregunto yo si el día es el mismo movimiento o la duración con que hace dicho recorrido,
o ambas cosas a la vez.
Porque si el día fuera lo primero, sería desde luego un día,
aunque el sol tardase en hacer su recorrido el tiempo de una hora solamente. Si fuese lo
segundo, no sería un día si hiciese el recorrido de salida a salida en el breve espacio
de una hora, sino que tendría el sol que dar veinticuatro vueltas para formar un día. Y
si fuesen ambas cosas, ni aquél se llamaría día, en el supuesto que el sol realizara su
giro en el espacio de una hora, ni tampoco éste, en el caso en que cesando el sol
transcurriese tanto tiempo cuanto éste suele emplear en su recorrido de mañana a
mañana.
Mas no trato ahora de investigar qué es lo que llamamos día,
sino qué es el tiempo, con el cual, midiendo el recorrido del sol, podríamos decir que
lo hizo en la mitad menos de tiempo de lo que suele, si lo hubiese hecho en un espacio de
tiempo equivalente a doce horas; y comparando ambos tiempos diríamos que aquél es
sencillo, éste doble, aun dado caso que unas veces hiciese el sol su recorrido de oriente
a oriente en veinticuatro horas y otras en doce.
Nadie, pues, me diga que el tiempo es el movimiento de los
cuerpos celestes; porque cuando se detuvo el sol por deseos de un individuo para dar fin a
una batalla victoriosa, estaba quieto el sol y caminaba el tiempo, porque aquella lucha se
ejecutó y terminó en el espacio de tiempo que le era necesario.
Veo, pues, que el tiempo es una cierta distensión. Pero ¿lo
veo o es que me figuro verlo? Tú me lo mostrarás, ¡ oh Luz de la verdad!
31. ¿Mandas que apruebe si alguno dice que el tiempo es el
movimiento del cuerpo? No lo mandas. Porque yo oigo, y tú lo dices, que ningún cuerpo se
puede mover si no es en el tiempo; pero que el mismo movimiento del cuerpo sea el tiempo
no lo oigo, ni tú lo dices. Porque cuando se mueve un cuerpo, mido por el tiempo el rato
que se mueve, desde que empieza a moverse hasta que, termina. Y si no le vi comenzar a
moverse y continúa moviéndose de modo que no vea cuándo termina, no puedo medir esta
duración, si no es tal vez desde que lo comencé a ver hasta que dejé de verlo. Y si lo
veo largo rato, sólo podré decir que se movió largo rato, pero no cuánto; porque
cuando decimos:
«Cuánto», no lo decimos sino por relación a algo, como
cuando decimos: «Tanto esto, cuanto aquello», o «Esto es doble respecto de aquello», y
así otras cosas por el estilo.
Pero si pudiéramos notar los espacios de los lugares, de dónde
y hacia dónde va el cuerpo que se mueve, o sus partes, si se moviese sobre sí como en un
torno, podríamos decir cuánto tiempo empleó en efectuarse aquel movimiento del cuerpo o
de sus partes desde un lugar a otro lugar. Así, pues, siendo una cosa el movimiento del
cuerpo, otra aquello con que medimos su duración, ¿quién no ve cuál de los dos debe
decirse tiempo con más propiedad? Porque si un cuerpo se mueve unas veces más o menos
rápidamente y otras está parado, no sólo medimos por el tiempo su movimiento, sino
también su estada, y decimos: «Tanto estuvo parado cuanto se movió», o «Estuvo parado
el doble o el triple de lo que se movió», y cualquiera otra cosa que comprenda o estime
nuestra dirpensión, más o menos, como suele decirse. No es, pues, el tiempo el
movimiento de los cuerpos.
32. Confiésote, Señor, que ignoro aún qué sea el tiempo; y
confiésote asimismo, Señor, saber que digo estas cosas en el tiempo, y que hace mucho
que estoy hablando del tiempo, y que este mismo «hace mucho» no sería lo que es si no
fuera por la duración del tiempo. ¿Cómo, pues, sé esto, cuando no sé lo que es el
tiempo? ¿O es tal vez que ignoro cómo he de decir lo que sé? ¡ Ay de mí, que no sé
siquiera lo que ignoro! Heme aquí en tu presencia, Dios mío, que no miento. Como hablo,
así está mi corazón. Tú iluminarás mi lucerna, Señor, Dios mío; tú iluminarás mis
tinieblas.
33. ¿Acaso no te confiesa mi alma con confesión verídica que
yo mido los tiempos? Cierto es, Señor, Dios mío, que yo midoy no sé lo que
mido, que mido el movimiento del cuerpo por el tiempo; pero ¿no mido también el
tiempo mismo?
Y ¿podría acaso medir el movimiento del cuerpo, cuánto ha
durado y cuánto ha tardado en llegar de un punto a otro, si no midiese el tiempo en que
se mueve?
Pero ¿de dónde mido yo el tiempo? ¿Acaso medimos el tiempo
largo por el breve, como medimos por el espacio de un codo el espacio de una viga? Pues
así vemos que medimos la cantidad de una sílaba larga por la cantidad de una breve,
diciendo de ella que es doble. Y de este modo medimos la extensión de los poemas, por la
extensión de los versos; y la extensión de los versos, por la extensión de los pies; y
la extensión de los pies, por la cantidad de las sílabas; y la cantidad de las largas,
por la cantidad de las breves; no por las páginasque de este modo medimos los
lugares, no los tiempos, sino cuando, pronunciándolas, pasan las voces y decimos:
«largo poema», pues se compone de tantos versos; «largos versos», pues constan de
tantos pies; «larga sílaba», pues es doble respecto de la breve.
Pero ni aun así llegaremos a una medida fija del tiempo, porque
puede suceder que un verso más breve suene durante más largo espacio de tiempo, si se
pronuncia más lentamente, que otro más largo, si se recita más aprisa. Y lo mismo
dígase del poema, del pie y de la sílaba.
De aquí me pareció que el tiempo no es otra cosa que una
extensión; pero ¿de qué? No lo sé, y maravilla será si no es de la misma alma. Porque
¿qué es, te suplico, Dios mío, lo que mido cuando digo, bien de modo indefinido, como:
«Este tiempo es más largo que aquel otro»; o bien de modo definido, como: «Este es
doble que aquél»? Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni
mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no
existe. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Acaso los tiempos que pasan, no los pasados?
Así lo tengo dicho ya. (Cf. nn. 21 y 27.)
34. Insiste, alma mía, y presta gran atención: Dios es nuestro
ayudador. El nos ha hecho y no nosotros. Atiende de qué parte alberca la verdad.
Supongamos, por ejemplo, una voz corporal que empieza a sonar y
suena, y suena, y luego cesa y se hace silencio, y pasa ya a pretérita aquella voz y deja
de existir tal voz. Antes de que sonase era futura y no podía ser medida, por no ser
aún; pero tampoco ahora lo puede ser, por no existir ya. Luego sólo pudo serlo cuando
sonaba, porque entonces había qué medir. Pero entonces no se detenía, sino que caminaba
y pasaba. ¿Acaso por esta causa podía serlo mejor? Porque pasando se extendía en cierto
espacio de tiempo en que podía ser medida, por no tener el presente espacio alguno. Si,
pues, entonces podía medirse, supongamos otra voz que empieza a sonar y continüa sonando
con un sonido seguido e ininterrumpido. Midámosla mientras suena, porque cuando cesare de
sonar ya será pretérita y no habrá qué pueda ser medido. Midámosla totalmente y
digamos cuánto sea.
Pero todavía suena, y no puede ser medida sino desde su
comienzo, desde que empezó a sonar, hasta el fin, en que cesó, puesto que lo que medimos
es el intervalo mismo de un principio a un fin. Por esta razón, la voz que no ha sido
aún terminada no puede ser medida, de modo que se diga «qué larga o breve es», o
denominarse igual a otra, ni sencilla o doble, o cosa semejante, respecto de otra. Mas
cuando fuere terminada, ya no existirá. ¿Cómo podrá en este caso ser medida?
Y, sin embargo, medimos los tiempos, no aquellos que aún no
son, ni aquellos que ya no son, ni aquellos que no se extienden con alguna duración, ni
aquellos que no tienen términos. No medimos, pues, ni los tiempos futuros, ni los
pretéritos, ni los presentes, ni los que corren. Y, sin embargo, medimos los tiempos.
35. ¡Oh Dios, creador de todo! Este verso consta de ocho
sílabas, alternando las breves y las largas. Las cuatro breves primera, tercera,
quinta y séptimason sencillas respecto de las cuatro largassegunda, cuarta,
sexta y octava. Cada una de éstas, respecto de cada una de aquéllas, vale doble
tiempo. Yo las pronuncio y las repito, y veo que es así, en tanto que son percibidas por
un sentido fino. En tanto que un sentido fino las acusa, yo mido la sílaba larga por la
breve, y noto que la contiene justamente dos veces.
Pero cuando suena una despues de otra, si la primera es breve y
larga la segunda, ¿cómo podré retener la breve y cómo la aplicaré a la larga para ver
que la contiene justamente dos veces, siendo así que la larga no empieza a sonar hasta
que no cesa de sonar la breve? Y la misma larga, ¿por ventura la mido presente, siendo
así que no la puedo medir sino terminada? y, sin embargo, su terminación es su
preterición. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Dónde está la breve con que mido? ¿Dónde
la larga que mido? Ambas sonaron, volaron, pasaron, ya no son. No obstante, yo las mido, y
respondo con toda la confianza con que puede uno fiarse de un sentido experimentado, que
aquélla es sencilla, ésta doble, en duración de tiempo se entiende. Ni puedo hacer esto
si no es por haber pasado y terminado.
Luego no son aquéllas [sílabas], que ya no existen, las que
mido, sino mido algo en mi memoria y que permanece en ella fijo.
41. Señor, Dios mío, ¿cuál es el seno de tu profundo
secreto? ¡Y qué lejos de él me arrojaron las consecuencias de mis delitos! Sana mis
ojos y yo me gozaré con tu luz.
Ciertamente que si existe un alma dotada de tanta ciencia
presciencia, para quien sean conocidas todas las cosas, pasadas y futuras, como lo es para
mí un canto conocidísimo, esta alma es extraordinariamente admirable y estupenda hasta
el horror, puesto que nada se le oculta de cuanto se ha realizado y ha de realizarse en
los siglos, al modo como no se me oculta a mí, cuando recito dicho canto, qué y cuánto
ha pasado de él desde el principio, qué y cuánto resta de él hasta terminar.
Mas lejos de mí pensar que tú, creador del universo, creador
de las almas y de los cuerpos, sí, lejos de mí pensar que tú conozcas así todas las
cosas futuras y pretéritas. Sí; tú las conoces de otro modo, de otro modo más
admirable y más profundo. Porque no sucede en ti, inconmutablemente eterno, esto es,
creador verdaderamente eterno de las inteligencias, algo de lo que sucede en el que recita
u oye recitar un canto conocido, que con la expectación de las palabras futuras y la
memoria de las pasadas varía el afecto y se distiende el sentido. Pues así como
conociste desde el principio el cielo y la tierra sin variedad de tu conocimiento, así
hiciste en el principio el cielo y la tierra sin distinción de tu acción.
Quien entiende esto, que te alabe, y quien no lo entiende, que
te alabe también. ¡Oh qué excelso eres! Con todo, los humildes de corazón son tu
morada. Porque tú levantas a los caídos, y no caen aquellos cuya elevación eres tú.
LIBRO DUODÉCIMO
1. Muchas cosas ansía, Señor, mi corazón en esta escasez de
mi vida, provocado por las palabras de tu santa Escritura, y de ahí que sea muchas veces
en su discurso copiosa la escasez de la humana inteligencia; porque más habla la
investigación que la invención, y más larga es la petición que la consecución, y más
trabaja la mano llamando que recibiendo.
Tenemos una promesa: ¿Quién podrá desvirtuarla? Si Dios está
por nosotros, ¿quién contra nosotros? Pedid y recibiréis. buscad y hallaréis, llamad y
se os abrirá; porque todo el que pide, recibe, y el que busca, hallará, y al que llama,
le será abierto. Promesas tuyas son. ¿Y quién temerá ser engañado, siendo la Verdad
la que promete?
36. Y, sin embargo, ¡oh Dios mío, encumbramiento de mi
humildad y descanso de mi trabajo, que escuchas mis confesiones y perdonas mis pecados!,
puesto que me mandas que ame a mi prójimo como a mí mismo, no puedo creer de tu
fidelísimo siervo Moisés que recibiese menos de tu don de lo que yo hubiera optado y
deseado me concedieras a mí si hubiera nacido en el tiempo en que él nació y hubiera
sido puesto en su lugar, para que por el ministerio de mi corazón y de mi lengua fuesen
dispensadas aquellas Letras, que después habían de ser de tanto provecho a todos los
pueblos y tanto habían de prevalecer en todo. el orbe por su excelsa autoridad sobre las
palabras de todas las falsas y soberbias doctrinas.
Porque hubiera querido, si entonces fuera yo Moisésya que
venimos todos de la misma masa, y ¿qué es el hombre sino lo que tú acuerdas que
sea?, hubiera querido, digo, si entonces fuera yo él y me hubieras encomendado
escribir el libro del Génesis, que me hubiese sido dada tal facultad de hablar y tal
manera de disponer mis palabras que aquellos que no pueden todavía comprender cómo Dios
crea no rehusasen mis palabras como superiores a sus fuerzas, y los que ya lo pueden
hallasen que, en cualquier sentencia verdadera que viniesen a dar con el pensamiento, no
estaba excluida de estas breves palabras de tu siervo; y, finalmente, que si otro viese
otra cosa distinta en la luz de la verdad ni aun esta misma dejase de ser comprendida en
dichas palabras.
37. Porque así como la fuente en un lugar reducido es más
abundantey surte de agua a muchos arroyuelos, que la esparcen por más anchos
espaciosque cualquiera de los arroyuelos que a través de muchos espacios locales
deriva de la misma fuente, así la narración de tu dispensador, que ha de aprovechar a
muchos predicadores, de un pequeño número de palabras mana copiosos raudales de líquida
verdad, de las que cada cual saca para sí la verdad que puede, esto éste, aquello
aquél, para desenvolverlo después en largos rodeos de palabras.
Porque hay algunos que cuando leen u oyen estas palabras
imaginan a Dios como un hombre, o como un poder dotado de una masa enorme, que a
consecuencia de un nuevo y repentino querer produjese fuera de él (el poder), como en
lugares distantes, el cielo y la tierra, dos grandes cuerpos, el uno arriba y el otro
abajo, en los que se hallaran contenidas todas las cosas; y cuando oyen: Dijo Dios.
Hágase tal cosa y tal cosa fue hecha, piensan en palabras comenzadas y terminadas, que
sonaron algún tiempo y que pasaron, después de cuyo tránsito comenzó al punto a
existir lo que se ordenó que existiese. Y si por casualidad piensan alguna otra cosa por
el estilo, opinan según la costumbre de la carne.
En las cuales cosas, todavía como pequeños animales, mientras
es llevada su flaqueza en este humildísimo género de palabras como en un seno materno,
es edificada saludablemente su fe, a fin de que tengan por cierto y retengan que Dios ha
hecho todas las naturalezas que sus sentidos contemplan en admirable variedad.
Mas si alguno de ellos, como desdeñoso de la vileza de aquellas
sentencias, con soberbia imbecilidad se sale fuera del nido en que se nutre, ¡ay!, caerá
miserable; pero tú, ¡oh Señor Dios!, ten compasión de él, para que los transeúntes
no pisoteen al pollo implume, y envía a tu ángel para que le reponga en el nido, a fin
de que viva hasta que vuele.
38. Pero hay otros para quienes estas palabras no son ya nido,
sino cerrado plantel, en las que ven frutos ocultos, y vuelan gozosos, y gorjean
buscándolos, y los arrancan.
Porque, cuando leen u oyen estas palabras, ven, ¡oh Dios
eterno!, que todos los tiempos pasados y futuros son superados por tu permanencia estable,
que no hay nada en la creación temporal que tú no hayas hecho, y que, sin cambiar en lo
más mínimo ni nacer en ti una voluntad que antes no existiera, por ser tu voluntad una
cosa contigo, hiciste todas las cosas, no semejanza tuya sustancial, forma de todas las
cosas, sino una desemejanza sacada de la nada, informe, la cual habría de ser luego
formada por tu semejanza, retornando a ti, Uno, en la medida ordenada de su capacidad,
cuanto a cada una de las cosas se le ha dado dentro de su género. Y así fueron hechas
todas muy buenas, ya permanezcan junto a ti, yaseparadas por grados cada vez más
distantes de lugar y tiempoformen o padezcan hermosas variaciones. Ven estas cosas y
se gozan en la luz de tu verdad en lo poco que pueden.
39. Mas, de ellos, uno se fija en lo que está escrito: En el
principio hizo Dios..., y vuelve sus ojos a la sabiduría, principio, porque también ella
nos habla.
Otro se fija en dichas palabras, y entiende por principio el
comienzo de todas las cosas creadas, interpretándolas de este modo: En el principio hizo,
como si dijera: primeramente hizo. Y entre los mismos que entienden por la expresión en
el principio en el que tú hiciste, en la sabiduría, el cielo y la tierra, uno de ellos
entiende por estos nombres de el cielo y tierra, que fue designada la materia creable del
cielo y de la tierra; otro, las naturalezas ya formadas y especificadas; otro, una formada
y espiritual, con el nombre de cielo, y otra informe, de materia corporal, con el nombre
de tierra.
Y todavía, entre los que entienden por los nombres de cielo y
tierra la materia informe aún, de la cual se habría de formar el cielo y la tierra, no
lo entienden de un mismo modo, sino uno dice que era de donde se había de dar fin a la
creación inteligible y sensible; otro, solamente que era de, donde había de salir esta
mole sensible corpórea que contiene en su enorme seno las naturalezas visibles que están
a la vista. Pero ni aun los que creen que en este lugar son llamadas cielo y tierra las
naturalezas ya dispuestas y organizadas lo entienden tampoco de un modo mismo; porque uno
se refiere a la creación invisible y visible, otro a la sola visible, en la que vemos el
cielo luminoso y la tierra oscura y las cosas que hay en ellos.
40. Pero aquel que no entiende de otro modo las palabras «en el
principio hizo» que si dijese «primeramente hizo», no tiene manera de entender
verazmente las palabras cielo y tierra, sino entendiéndolas de la materia del cielo y de
la tierra, esto es, de toda la creación, o lo que es lo mismo, de la creación
inteligible y corporal.
Porque, si quiere entender la creación toda, ya formada,
justamente se le puede preguntar: Si esto fue lo primero que hizo Dios, ¿qué fue lo que
hizo después? Pero después de hecho el universo no hallará nada, y así oirá de mala
gana que le digan:
¿Qué significa aquel primeramente, si después no viene nada?
Pero, si dice que primero lo hizo [el universo] informe y luego lo formó, ya no es ello
absurdo, con tal que sea idóneo para discernir qué es lo que procede por eternidad, qué
por tiempo, qué por elección, qué por origen: por eternidad, como Dios a todas las
cosas; por tiempo, como la flor al fruto; por elección, como el fruto a la flor; por
origen, como el sonido al canto.
De estas cuatro cosas que he mencionado, la primera y la última
se entienden dificilísimamente; las dos medias, muy fácilmente. Porque rara visión es,
y en extremo ardua, Señor, contemplar tu eternidad, haciendo sin mudarse todas las cosas
mudables y precediéndolas consiguientemente.
Fin del extracto.

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